Con un Producto Interno Bruto (PIB) per cápita nominal de unos dos mil dólares, Moldavia es el país más pobre de Europa.
Aún lejos de entrar en la Unión Europea (UE), esta antigua república de la Unión Soviética, con solo 3.5 millones de habitantes, se está vaciando: casi la mitad de la población vive en el extranjero.
Trabajar en Europa occidental como albañiles, agricultores o cuidando a gente mayor les resulta más rentable que tener una profesión calificada en su país.
De hecho, Moldavia sobrevive gracias a las remesas de sus ciudadanos emigrantes. Los padres se ven obligados a dejar a sus hijos con los abuelos e irse a la aventura, un fenómeno que se da sobre todo en los pueblos.
«Realmente la situación es muy triste. Mis compatriotas se van al extranjero para resistir, para sobrevivir», dice Elena Baterianu, de 32 años, graduada en Ciencias de la Administración, quien pasó seis años en Italia.
Trabajó casi siempre como cuidadora, hasta que sufrió un colapso físico debido a los agotadores turnos de trabajo.
«Hace cuatro años tomé la decisión de volver a casa. No pude soportarlo más. Quería estar con mis hijos, que se habían quedado con mis padres. Mi marido se quedó allí. Trabaja en una empresa de construcción».
Actualmente Elena trabaja como secretaria en el consejo municipal de Lozova, un pueblo unos 50 kilómetros al noroeste de la capital, Chisinau. Recibe un salario de funcionario: unos 170 dólares por mes.
«Y pensar que los hay que ganan aún menos. Un jubilado, cuando le va bien, recibe de media 800 leus por mes (unos 56 dólares). El gran problema es que el costo de vida es casi igual al de Europa occidental. Los electrodomésticos, los alquileres, hacer la compra, la gasolina. Todo es muy caro».
Los principales países de emigración de los moldavos son Italia, España y Portugal. En los últimos años se unieron a la lista Reino Unido y Rusia.
Hasta hace 10 años solo podían ir si tenían una visa. Luego, con la entrada de Rumania en la UE, los numerosos moldavos de origen rumano comenzaron a solicitar la doble ciudadanía para poder tener un pasaporte comunitario.
Los medios de transporte siguen igual que siempre: autobuses maltrechos de 12 asientos, a menudo sin ventanas, que en un par de días sin parar llegan a su destino. El precio del billete es muy bajo: alrededor de 45 dólares para llegar a Milán, 60 dólares hasta Madrid, 90 dólares hasta Lisboa.
«Es normal que la gente se vaya», dice Elena. «Fuera de Moldavia, si trabajas en negro (ilegal) o legalmente, puedes ganar entre 800 y mil 500 euros (entre 910 y mil 710 dólares). Gran parte de lo que se gana se manda a casa para mantener a la familia. Sin las remesas de los emigrantes, Moldavia moriría de hambre. Más de lo que ya sucede.
La pobreza y la indigencia en Moldavia son palpables en todas partes. Obviamente, es en los pequeños centros donde se perciben más. Los pueblos parecen el set de un western justo antes de un duelo. Desiertos.
La mayoría de las casas están en ruinas o en venta. Es difícil, si no imposible, cruzarse con alguien por la calle que tenga entre 25 y 50 años.
«Se fueron todos. Lozova es un ejemplo perfecto. Tenemos una población de cinco mil personas. El dato impresionante es que en el 80 por ciento de las familias con un menor de edad o más, al menos un padre trabaja en el extranjero. Son muchos los casos en los que ambos padres están fuera. Los niños crecen con los abuelos. Aquí en Lezova, como en todos los pueblos de Moldavia, hay casi solo niños y ancianos».
Y añade: «desde septiembre hubo muchas familias que intentaron obtener un certificado para sacar a los niños de la escuela e ir con toda la familia al extranjero. Últimamente las noticias hablaban sobre el hecho de que el gobierno quería aumentar los salarios. Son solo palabras».
La familia Jardan vive a pocas cuadras del ayuntamiento donde trabaja Elena. Tienen una casa colorida de un solo piso. Están construyendo otra enfrente. Hay unos trabajadores lidiando con el sistema eléctrico.
«Mi hijo está construyendo una linda casita junto a la mía. Un par de años más de sacrificio y estará acabada». Nadezhda, de 73 años, está llena de achaques. Parece mayor de lo que es, pero tiene una energía que envidiaría un treintañero. «No puedo bajar la guardia ni un momento, tengo que cuidar de mis tres nietos».
Hace un año el hijo y la nuera de Nadezhda se fueron a Portugal para trabajar en la cosecha de la fruta. Dumitru, de 14 años, Ivan, de 10, y Nadia, de dos, se quedaron con la abuela.
«La niña es tremenda, pero tengo mucha suerte porque los hermanos, además de quererla, la cuidan». Los padres hacen que no les falte de nada a sus hijos. Móvil, calzado deportivo, juguetes. Todavía tienen que ahorrar algo de dinero y luego volverán a casa».
Cada tarde a las ocho en punto Dumitru convoca a sus hermanos. Se sientan los tres en el sofá, bajo la atenta mirada de su abuela, y esperan la llamada telefónica de sus padres a través de Whatsapp.
Durante media hora se cuentan cómo les fue el día. Nadia, que hace casi un año que no ve a sus padres, aguanta poco delante de la pantalla. Ya casi no los reconoce.
«Se están perdiendo los primeros años de vida de Nadia», dice Nadezhda. «Pero son padres ejemplares, estoy muy orgullosa de ellos». Yo intento esforzarme al máximo para no decepcionar la confianza que depositaron en mí. Un día esta insoportable distancia insoportable será solo un mal recuerdo».