COLUMNA INVITADA

Marco Antonio Baños

El 1 de julio del 2018 se disputaron 18,299 cargos electivos a nivel federal y local, en una jornada de votación histórica que cosechó la tercera alternancia presidencial desde que México cuenta con árbitros autónomos, responsables de garantizar que prevalezca el voto efectivo y que se mantenga lo más parejo posible el terreno de competencia en procesos electorales.

A bote pronto, el último cambio de partido en la Presidencia de la República hizo que algunos analistas vieran eso como antesala de una nueva época para la vida institucional del país en materia de democracia, que asociaran el resultado a la inauguración misma de la democracia electoral. Aunque en realidad, si hacemos un ejercicio racional, podemos concluir que el triunfo de una fuerza política es resultado también del modelo de democracia y no reflejo de uno diferente. No se construyen reglas y mecanismos para decidir de forma pacífica quién gobierna a partir del mandato de las urnas; no es a partir del momento en que llega una victoria que favorece a un partido de oposición cuando hay democracia y no antes; no es la alternancia el momento o la causa que detona la consolidación de rutinas electorales, porque ésas, en todo caso, han funcionado antes del resultado. Lo han hecho posible no porque estén diseñadas para que gane uno u otro, sino porque favorecen que sea la decisión libre de las mayorías la que prevalezca. Eso no se ha inventado con esta contienda en particular, ni nació al término de los comicios del 2018.

Si se tratara de explicar cómo es posible que nuestras elecciones permitan nuevamente, sin mayor sobresalto, el triunfo de un partido opositor, la respuesta no podría sostenerse afirmando que ocurrió así nomás, que un día no había democracia en México, pero que con la llegada de un partido al poder se apareció de forma espontánea. ¿Y entonces cómo llegó ese partido al poder si todo era un engaño y un fraude?

Si no se hubiera desplegado trabajo institucional para hacer valer el voto, si no tuviéramos años construyendo institucionalidad democrática, ajustes y reformas para mejorar el terreno de la competencia, pues sencillamente la vía electoral estaría cancelada y no tendría posibilidades reales para ser transitable como hoy los tiene, no sería posible que cualquier partido ajeno al que detente el poder pudiera llegar al gobierno o conquistara mayorías parlamentarias a través del voto. Los hechos nos dicen que esa rotación partidista en la Presidencia ha ocurrido ya tres veces en los últimos 20 años, que no nació la noche del 1 de julio, pero que eso no significa que estemos en un paraíso donde todos están dispuestos a cumplir con las reglas, a no intentar trampas o a renunciar a tentaciones autoritarias para cerrar caminos a los adversarios.

En realidad, el proceso es dinámico, y la historia nos dice que, sólo defendiendo lo que funciona y ajustando a partir del consenso, y no de la imposición, lo que puede generar conflictos o dudas en las reglas de cara a una nueva contienda, puede propiciar mejores escenarios políticos, mantenerlos competitivos, y que eso no depende de si gana o no un signo partidista específico. No empieza con el triunfo de partidos opositores, pero sí puede estancarse o dar pasos hacia atrás si no se toma en cuenta al conjunto de actores.

Las alternancias no son un fin en sí mismo, pero sí son síntomas de que funcionan aspectos sustantivos en nuestro modelo de democracia. Y aunque eso tampoco significa que nada haya que mejorar, o que hayamos arribado al puerto final de reformas, pues sería difícil trabajar ajustes serios si partimos de negar la existencia de avances o si los dinamitamos de forma irracional.

La experiencia nos dice que los ajustes al engranaje democrático deben partir de amplios consensos y no de imposiciones unilaterales, que deben ser tan frecuentes las reformas como las tensiones o desconfianzas justificadas que surjan, de manera que se puedan atender de manera oportuna los puntos que generen tensión entre los actores políticos antes de que se presenten a nuevos comicios.

Hablar de “la democracia” puede tener muchos ángulos, pero debería colocar una misma semántica en aspectos clave, por ejemplo, no asumir explicaciones llenas de ficción para explicar cómo fue posible que los votos permitieran alternancia. Fue posible porque la sociedad ha construido reglas e instituciones que deben defenderse, y si queremos mejorar nuestro intercambio público habría que partir de reconocer lo que funciona, aunque sea disonante con la retórica política que se nutría diciendo que nada servía, que no había nada de democracia, pero que así de repente se apareció.

*Consejero del INE.

Tomado de El Economista.