Recuerdo haber mirado hacia una de las ventanas del salón en una de las primeras clases de la preparatoria. La palabra “ajena” se me dibujaba entre la mata vegetal que podía observar desde mi posición, a la vez que oía lejana la voz de la maestra. Durante tres años, la palabra “ajena” se me dibujó a menudo entre grietas en las paredes y en las personas.

Recuerdo haberme movido, intentando encontrar una posición más cómoda, como si aquello fuera posible sentada en el suelo y apretujada entre 20 compañeros más. Pero ahora la clase era universitaria y entre apunte y apunte, volví a mirar a la ventana: ya no había extrañeza. ¡Por fin aprendía cosas que me emocionaban y que me hablaban en el lenguaje que siempre había intuido!

En la Universidad Veracruzana aprendí mucho: la vida de Emily Dickinson, que es un pecado separar con coma el sujeto del predicado (lástima que algunos periodistas no conocen la lección), que existe la palabra “metarrelato”, que al final resultó tener dos significados, y que se puede estudiar la identidad desde nuestro pasado y desde nuestra forma de defenderlo ante los demás.

Aprendí también a encontrar la similitud entre mis compañeros más dispares; a escucharnos a pesar de las diferencias entre nuestras visiones de la literatura y de la vida misma, así como a aceptar que la literatura no tiene una sola respuesta y que es tanto ventana como escape de la realidad.

Conocí, además, que el aprendizaje es una vocación cuando la enseñanza lo es también. Porque asistí a clases con maestros preparados que decidieron guiarnos, más allá de instruirnos y que a menudo lograron meternos en las entrañas de sus materias para sacarnos victoriosos.

Entendí, por supuesto, lo que era la solidaridad a la distancia, a pesar de que la sociedad nos tachara de revoltosos. Y un día, una maestra decidió olvidar su asignatura y preguntarnos qué pensábamos sobre lo que lo que estaba ocurriendo. Y nosotros estallamos en pena, en miedo y en enojo, olvidando las dudas de la tesis. Aprendí entonces que no había causa pérdida si había quien la recordara.

Pero también en la UV aprendí que no todos los estudiantes andan por ahí rabiando por la última injusticia social ocurrida. En cambio, pronto descubrí que a menudo caminan con la cabeza bullendo de nuevos conocimientos y que a cada paso, una neurona hace sinapsis con otra y planea cómo llegar al sueño anhelado. Aprendí que todos necesitamos llegar a algún lugar y que vemos en la UV un puente para ello.

Claro, podría seguir durante párrafos enteros enlistando todo lo que aprendí en la UV; sin embargo, ¿no sería más apropiado dejar el espacio en blanco para que otros aporten su experiencia? O mejor aún: dejemos el espacio en blanco para las siguientes generaciones que estudien en la UV… Eso, si su presupuesto en constante reducción lo permite.

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