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EFE

A simple vista, parece que Nicaragua haya resuelto los problemas de injusticia, represión y violencia, visibles y palpables hace menos de un mes, pero nada más lejos de la realidad. El descontento permanece, pero silencioso y reprimido a la fuerza por imperativo gubernamental.

Así lo corroboró Efe durante visitas recientes a ciudades emblemáticas donde hace tan solo unas semanas las calles estaban cortadas con barricadas, los jóvenes se reunían con pancartas de descontento hacia el presidente del país, Daniel Ortega, los ciudadanos alzaban sus voces con fuerza y el clamor popular se unía en uno solo.

Masaya, León, Granada, Diriamba, Jinotepe o Jinotega entre otras se convirtieron, desde el pasado 18 de abril, en el símbolo de unas protestas ciudadanas surgidas a consecuencia de la gestión del Gobierno, que llevó al límite la paciencia de los nicaragüenses con el intento de unas impopulares reformas al seguro social.

En esa fecha, ya clave en la historia del país, Nicaragua dio un inesperado, aunque previsible, giro a la imagen y la vida de la que era considerada la nación más segura de la región centroamericana, donde el rugir de los fusiles se convirtió en dramática postal cotidiana.

Pero después de tres meses de horror y sangre, los jóvenes desaparecieron de las calles. Unos fueron asesinados, otros huyeron del país por amenazas y represión, otros están presos por oponerse al Gobierno y otros se encuentran escondidos en viviendas de familiares o amigos, en localidades lejanas a las que habitualmente frecuentaban.

Los pañuelos que ocultaban sus rostros ya no son suficientes para permanecer en el anonimato y lejos del peligro que supone protestar contra el régimen orteguista. Tampoco los pseudónimos tras los que ocultaban su verdadera identidad se resisten al trabajo policial ordenado por el Gobierno, así que se vieron obligados a dar un paso más.

También desaparecieron las pintadas con consignas a favor de la paz, la libertad y la justicia, las banderas blanquiazules apenas asoman en las cada vez menos multitudinarias manifestaciones y cesaron las canciones libertarias que sonaban en cada esquina.

Pero todo esto no ocurrió por casualidad, ni porque se hayan resuelto los problemas que aquejan al país desde hace años, ni por voluntad de quienes colmaban las calles con su presencia noche y día.

Tal y como reconocen los promotores de las protestas cuando se aseguran de no ser vistos ni oídos por “infiltrados sandinistas”, Ortega aplicó la política del miedo con amenazas y represión, con detenciones arbitrarias, con muertes, con torturas y con una mordaza que los nicaragüenses sienten en su propio país, en el que soñaban vivir libres.

No quieren abandonar la lucha, pero son conscientes de la necesidad de aplicar modificaciones que garanticen cierta seguridad a quienes decidan seguir adelante con la petición de renuncia de Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo.

El precio que los “autoconvocados” pagaron desde el pasado abril es demasiado alto: entre 317 y 448 personas perdieron la vida durante las revueltas antigubernamentales, cientos de ciudadanos se encuentran desaparecidos, presos o heridos.

El grito atronador dio paso al susurro discreto, las palabras osadas pasaron a ser leves murmullos, lo suficientemente altos para ser oídos por la prensa amiga y discretamente bajos para no ser escuchados por posibles enemigos delatores.

Han cambiado las formas, pero no el fondo. Ha cambiado la actitud visible, pero no la rabia y la impotencia que generan las injusticias de las que los nicaragüenses se siente víctimas.

Lo tienen claro. Continuarán de otro modo, modificarán la manera, pero no están dispuestos a cejar en su empeño de ver, aunque hoy sea en el lejano horizonte, una Nicaragua libre, un país justo y en paz.

La nación centroamericana atraviesa la crisis sociopolítica más sangrienta desde la década de los 80, también con Ortega como presidente, quien lleva 11 años consecutivos en el poder, del que los “autoconvocados” están dispuestos a sacarlo por más que cueste.