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Milenio

En Ciudad Migrante, como han llamado a este campamento, para todo hay que hacer fila: para ir al baño, para bañarse, para recibir un garrafón de agua potable, para que les den agua de la pipa y para recibir donativos.

Duermen en casas improvisadas hechas de bolsas de plástico negro o casas de campaña. Comparten baños portátiles, su ropa la lavan en lavaderos colectivos, se bañan en regaderas publicas o algunos a jicarazos. Son migrantes centroamericanos que llevan año y medio viviendo en la frontera entre Tamaulipas, México y Texas, Estados Unidos.

Vivimos como gitanos, a flor de tierra, sin calefacción, sin paredes de tabique o techo de cemento. Vivimos como viajeros, con la maleta lista para seguir el viaje, listos para correr y continuar el camino hacia nuestro sueño, no es que nos guste, no nos queda de otra”, comparte Mary mientras lava los trastes del desayuno en una cubeta con agua.

Mary es migrante. Llegó a Matamoros, Tamaulipas, hace año y medio cuando Migración de Estados Unidos la deportó a México tras pedir asilo humanitario.

“Me dijeron que sería por poco tiempo, que aquí tenía que esperar. Asistí a dos reuniones con la Corte y todo parecía que iba bien, pero hace un año cuando comenzó la pandemia todo se detuvo y hasta ahorita no habían dicho nada”.

Mary vive junto con su esposo Mario, un hombre de 54 años, que tiene una discapacidad en la pierna derecha. Ella lo ayuda a caminar y fue ella quien así lo trajo desde Guatemala.

“Nos venimos caminando, pidiendo viajes y poco a poco por todo México, para que mi esposo tuviera tiempo de descansar. Finalmente cruzamos a San Antonio, Texas y ahí pedimos asilo, fue de ahí donde nos regresaron a Matamoros”, recuerda.

Por esa razón, hoy Mary y su esposo Mario viven en estas carpas improvisadas donde la cama es un colchón viejo y su cocina es un horno de leña que improvisaron con piedras y un comal.

“No es lo que queremos, pero al menos tenemos dónde cocinar los frijoles y el arroz”, añade.

El espacio en el que vive no alcanza ni los 2 metros cuadrados, ahí no hay una sala, sino solo una silla donde descansa Mario y otra donde Mary se sienta para acompañarlo a comer.

En el espacio que funciona como cocina, arriba del horno de leña, hay una repisa improvisada con alambres y una tabla de madera: “la puse ahí porque aquí hay ratas día y noche”.

Estos migrantes que hoy esperan su cruce, para continuar su solicitud de asilo en Estados Unidos, han experimentado todo: Las noches de frío extremo durante el invierno, los 38 grados del verano y las lluvias estacionales.

“Pero aquí uno no solo debe cuidarse del frío o el calor, sino principalmente de la inseguridad que nos rodea: secuestros, extorsiones, robos, amenazas, venta de drogas, de todo, aquí hay de todo”, advierte la mujer de 45 años.

 

En Ciudad Migrante, como han llamado a este campamento en Matamoros, para todo hay que hacer fila: para ir al baño, bañarse, recibir un garrafón de agua potable, para que les den agua de la pipa y para recibir los donativos que la hermana Norma Pimental les trae cada 15 días.

A pesar de la precariedad en la que viven ellos están felices, nada se compara a lo que dejaron en su tierra: “Mi esposo no estaba así, él caminaba bien, pero su cuñado le dio un balazo en el pie y ya no se recuperó. Se estaban peleando por la casa de su mamá, su cuñado lo amenazó y lo quería matar, por eso mejor nos venimos para acá”.

Mary tiene una hija de 7 años que no vive en el campamento. Hace 6 meses decidió alejarla de la pobreza de su carpa y la envió con coyotes hacia Texas, donde la pequeña ya vive con su tía.

“Es por ella que me urge cruzar, cuando el presidente Biden anunció que pasaríamos todos los del programa ‘Permanecer en México’, me emocioné e ilusioné mucho porque finalmente podré ver a mi hija, por ella estoy aquí, por ella he viajado tantos kilómetros y por ella estoy dispuesta a esperar el tiempo que sea”, asegura.

El campamento donde viven Mary con su esposo está cercado por una red que además tiene una cornisa de alambre con púas, fue colocada en marzo del 2020 para evitar que más gente se sumara al asentamiento, y así reducir los contagios por covid-19, en un principio los más de 800 migrantes que viven ahí estaban inconformes, pero con el tiempo descubrieron que esto los había beneficiado, pues hasta el momento nadie ha sido contagiado de SARS-CoV-2.

​JLMR

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