Los teléfonos encendidos no faltaron, a pesar de la expectativa que había generado la película. Los murmullos tampoco se hicieron esperar y mucho menos las risas, cuya sola presencia era tan interesante como lo que ocurría en pantalla. A pesar de las excelentes críticas y la nominación al Oscar, La Chica Danesa no parecía ser del completo disfrute de su público, al menos durante buena parte de su duración.
¿Por qué? Aquí sólo podemos aventurar respuestas: quizás el ritmo narrativo fuera demasiado lento, especialmente comparado con la música de la película de acción que lograba colarse a nuestra sala (muy mal, Cinépolis, muy mal), o quizás simplemente aún resulta extraño hablar de “estos temas”, por muy liberales y modernos que nos sintamos. Piense tan sólo en las risas que mencioné al principio: carcajadas ante el pintor Einar Wegner probándose un vestido y, especialmente, al verlo ser besado por un hombre. ¿Risas de nervios, de sorpresa o prueba de que el chiste del varón afeminado aún resulta muy efectivo por trasgredir las más básicas reglas de género, tan arraigadas en nuestro inconsciente?
Es indudable, sin embargo, que La Chica Danesa abre le la puerta al cinéfilo a nuevas historias, personajes y problemáticas. Asimismo, le da vida y, por lo tanto, voz a quienes entienden la identidad más allá de una historia de vida: como un deseo que se manifiesta perpetuamente y que ante la pregunta “¿quién soy?”, el pasado, la tierra, los padres y el reflejo en el espejo no alcanzan para contestar.
Mas no deja de ser una pena que esta propuesta sea contada a través de la mirada heterosexual y cisgénero (es decir: de quien acepta y se siente identificado con el género asignado al nacer) que romantiza todo lo que ve. Como ya comentaron en la publicación electrónica Píkara Magazine, es de resaltar el carácter dado a la esposa de nuestro protagonista, la también pintora Gerda Wegner, a quien la historia ha tratado con tan poco tino.
En la película vemos a una Gerda amorosa, casi abnegada y sufrida que apoya a su marido con reticencia y espíritu de sacrificio. Somos testigos de la irrupción de su fama, obtenida gracias a sus estupendos retratos de Lilí Elbe, la nueva identidad de su pareja, y de lo que parece el surgimiento de un romance entre un antiguo amigo de la infancia de Einar que parece sólo agregado a la trama para sustituir al esposo de Gerda. Después de todo, ¿cómo podría sobrevivir ésta sin un hombre velando por su seguridad?
Sin embargo, la historia sospecha que el matrimonio Wegner fue un romance abierto a nuevos amantes, que Gerda era ilustradora erótica, lesbiana o probablemente bisexual y que no sólo “apoyó” a su marido durante su transición, sino que lo acompañó con amistad y sin, al menos tanto, sacrificio como la película retrata. Pero hay que aceptar que tales ingredientes no hubieran dado una historia que a pesar del peculiar protagonista y tema fuera más o menos del gusto de la audiencia, acostumbrada a los vericuetos del sufrido amor romántico que todo lo puede, todo lo sufre y todo lo soporta.
Y aun así hubo tantos teléfonos encendidos durante la función…