El osario de Caifás o la primera evidencia de una crucifixión son el epicentro de una nueva exhibición en el Museo de Israel que trata de acercar al peregrino a la época de Jesús, y a las circunstancias teológicas y sociopolíticas que dieron vida al cristianismo en la Judea de hace dos mil años.
Bajo el nombre de “La cuna del cristianismo”, la muestra está destinada principalmente al turista cristiano que suele recorrer los lugares santos y que ahora tiene la oportunidad de acercarse a través de “doce estaciones” arqueológicas a la época que narran los Evangelios y a los primeros años de la cristiandad en Tierra Santa.
“Traídos por las agencias de viajes, los turistas recorren los lugares santos pero ya no se ven igual que hace 2 mil años. Nosotros pretendemos acercarlos a esa época”, explica Ran Lior, responsable comercial del Museo de Israel.
Los objetos en exposición pertenecen a la colección permanente de la institución, pero ahora el visitante podrá contemplarlos en una nueva perspectiva que le cuenta cómo era el entorno que rodeó la vida y obra de Jesús de Nazaret.
Abre la muestra una imponente maqueta de la Jerusalén en tiempos del Segundo Templo, en torno al año 66 de nuestra era, cuando estaba rodeada por al menos tres murallas.
Los arqueólogos se debaten aún si el Gólgota -donde Jesús fue crucificado- estaba situado dentro o fuera de las primeras murallas, una incógnita que resuelve la maqueta situándolo entre la segunda y tercera fortificación.
Allí, sobre un descampado rocoso -imposible de apreciar en la realidad-, erigiría posteriormente Santa Helena, madre del emperador romano Constantino, la iglesia del Santo Sepulcro.
“Ésta es la Jerusalén que experimentó Jesús y el Templo a cuyos pies se hallaban los mercaderes”, apunta a Efe Jaguit Maoz, comisaria de la exposición.
El Santuario del Libro, coronado por una bóveda con forma de vasija y con un refugio nuclear en sus entrañas, alberga otro de los platos fuertes de la exhibición: los Rollos del Mar Muerto, “las copias de la Biblia más antiguas descubiertas”.
Fueron hallados en el siglo XX en las cuevas de Qumrán, en el Mar Muerto, no lejos de una comunidad de una secta ascética judía que muchos expertos, entre ellos Benedicto XVI, vinculan con la gestación del cristianismo: los esenios.
Conservados a una temperatura de 18 grados y una humedad del 50 por ciento que emulan las condiciones de las cuevas del desierto de Judea, entre los escritos abundan fragmentos del Libro de Isaías, uno de los cuales fue datado unos 125 años a.C.
Exponen las estrictas reglas de la comunidad “Yahad”, otra secta judía, que igual que la de los esenios, compartían idearios de pureza, limpieza y en contra de la corrupción de los sacerdotes.
“Esta secta tuvo las mismas ideas en el mismo tiempo que vivió Jesús”, refiere la comisaria.
Una estela real de la bíblica tierra de Canaán datada en siglo IX a.C recuerda en hebreo a “la casa de David”, única evidencia antigua en el mundo donde aparece ese nombre, de cuyo linaje debía proceder el mesías, según la tradición judía.
Pero quizá lo más destacado es el osario de Caifás, el sumo sacerdote judío que, de acuerdo al Nuevo Testamento, entregó a Jesús a los romanos.
Hallado por casualidad en 1990 y fechado en el año 63 de nuestra era, en uno de sus laterales lleva grabado el nombre del sacerdote en arameo: Yehosef Bar Ka(i)fa.
Una piedra localizada en Cesarea, que tuvo un segundo uso, contiene el nombre en latín de Poncio Pilatos, con una inscripción fechada entre el 26 y el 36 de nuestra era.
Ambos objetos son los únicos testimonios físicos aparecidos en la región sobre esas dos prominentes figuras que recoge el Evangelio en relación a la crucifixión de Jesús.
Y como prueba de la existencia de este castigo, una réplica científica del talón de un condenado atravesado por un clavo, “la única prueba que tenemos de una persona crucificada en Jerusalén en el primer siglo de nuestra era”, dice Maoz.
La comisaria explica que los romanos solían extraer los clavos para reutilizarlos, pero que en este caso se dobló y, no pudiendo ser extraído, fue depositado en el osario.
Pertenece a un misterioso “Yehohanán Ben Hagkol” (Yehohanán hijo de Jagkul), de quien poco se sabe más allá de que fue crucificado entre el 30 y el 35 y enterrado en una cueva al norte de la antigua Jerusalén.
Cierran la muestra la reconstrucción a escala real de una iglesia bizantina, que convive con restos excavados de sinagogas de los primeros siglos del cristianismo, mosaicos, relicarios y recuerdos que entonces los peregrinos ya se llevaban de Tierra Santa.