El mediodía de Madrid en que Mario Benedetti dejó la ciudad en la que había vivido el exilio su mujer, Luz, tuvo un desliz: se dejó las llaves de la casa dentro del domicilio, junto a la plaza que luego recibió el nombre del escritor cuyo aniversario celebramos hoy.
Ya no podían entrar más a la vivienda en la que habían vivido. Como si fuera una metáfora del desarraigo, su palabra tan perseguida, aquel olvido de Luz era como la declaración de un presentimiento.
Benedetti, que se fue de España en 2004, ya no volvería jamás a Madrid, donde dejó editor y amigos, donde vio fútbol y recitó poemas ante un público que hubiera llenado estadios, donde vivió la vida metódica de un exiliado desacostumbrado siempre, a pesar de sus numerosos desvíos obligados, a andar por caminos que no eran suyos.
Porque el mejor camino de Benedetti, el que supuso la sal de su vida, fue el de Paso de los Toros, donde nació el 14 de septiembre de 1920, a Montevideo, donde murió 89 años más tarde.
Aquel olvido de las llaves fue no sólo una premonición de ese desarraigo total de España, donde dejó cuadros y libros, casa y recuerdos, sino también la triste comprobación de la penúltima de las contrariedades de la vida de Mario.
Luz, su mujer, a la que dedicó bellísimos poemas de amor con cuya música (de Serrat, de Viglietti) se adoraron muchos amantes, había perdido la memoria, aparte de la audición, que fue tan deficiente que Mario decidió ponerle al teléfono, para que su sonido fuera advertido por ella, una especie de semáforo estridente de luz roja.
El regreso definitivo a Montevideo, donde lo vi varias veces desde entonces, resultó alegre y penoso a la vez; por razones que tienen que ver con la historia familiar rompió relaciones con su hermano, que era su mejor amigo, se deterioró hasta la muerte la salud de Luz, su amor, y él empezó a vivir el resto de sus días con la desolación que acompañó a su rostro perplejo del final.
En medio, durante sus años digamos felices, Benedetti fue digno heredero de aquel primer hombre de Poemas de la oficina, un montevideano que quería para su país un futuro rojo y progresista, y que un día se encontró ante sí con la peor de las conquistas del mal: la dictadura militar. El exilio lo llevó a Cuba, a Perú, a Palma de Mallorca, a Madrid. Guillermo Shavelzon, Mercedes Casanovas, Chus Visor, Luis García Montero, Benjamín Prado… ilustraron de atenciones sus vidas, la de Luz y la suya. Lo llevaron a recitales y a ferias del libro, conquistó el corazón de muchísima gente y firmó miles de libros. En la Feria del Libro de Madrid se le veía siempre con su Ventolín (fue cambiando de vaporizador contra el asma, porque siempre estaba a la última en estos descubrimientos pulmonares), firmando y anotando el número de libros vendidos, siempre cerca de un cuarto de baño, porque además de metódico era previsor y en esos tiempos a las ferias no le importaban tanto la próstata de los escritores…
Era discretísimo (la última biografía de Mario Benedetti, la de Hortensia Campanela, se titula Un mito discretísimo), se enfadaba en los debates pero mantenía la caballerosidad (tenía a gala haber discutido de política en este periódico con Vargas Llosa y mantener la amistad con su tocayo); y era firme en sus convicciones pasadas como si aún estuvieran en Sierra Maestra, por ejemplo, los que hicieron la Revolución Cubana.
Sus libros narrativos eran su obligación y la poesía era su juego. Las novelas tuvieron como arranque hechos que él mismo vivió, pero dejaba que la fantasía se introdujera en ese barbecho para convertir también sus textos en metáforas del tiempo que fue viviendo, en el exilio y también (otra palabra suya) en el desexilio. El exilio y sus penurias, que fueron muchas, le dejaron un carácter melancólico y acentuó la tristeza de su sonrisa desconfiada.
El regreso a Uruguay fue precedido por algunas dolencias operables pero duraderas, que le dejaron lesionado el espíritu y el cuerpo. Un día, después de una de esas operaciones, le dije que convenía que se afeitara, que parecía, tan descuidado, más enfermo. Al día siguiente le fui a llevar periódicos (también se los llevaba Chus Visor, su editor), porque su pasión por leer lo que pasaba no conocía intervalos. Media hora después de estar juntos, sin haberle dicho nada de su nuevo aspecto, me preguntó, con su sonrisa de niño: “Juancito, ¿no has visto que me he afeitado?”.
La enfermedad mayor de Luz terminó de acentuar su pesimismo sobre lo que iba a ser aquel nuevo trayecto que iba a emprender en su país. Los proyectos de la fundación que lleva su nombre, y que con buena mano ha llevado hasta hace poco su fiel amigo Ariel Silva, le pudo levantar el ánimo, pero la muerte de su mujer fue como aquellos golpes de los que escribe César Vallejo. Un golpe cruel, el vaticinio del fin.
Fui a verle cuando ya no conocía, a principios de mayo de 2009. Sus ojos grandes, negros, perplejo y rabioso, triste; aquella sonrisa se había desvanecido. No sabía qué hacía, dónde estaba, quiénes éramos. Quién era. Esa imagen que precedió a su muerte, el 17 de aquel mes, fue luego un golpe para todos los que vivimos junto a él, tratándole o leyéndole, su diatriba con la vida, su búsqueda afanosa del amor, la tragedia de haber perdido su país y que al final perdió incluso la ilusión de volver. Como si le hubieran robado, o extraviado, las llaves que guardan la felicidad de un hombre.