Los egipcios fueron pioneros en considerar el cabello un elemento de seducción. Los esclavos hicieron de peluqueros de sus amos, les aplicaban tintes, grasas perfumadas y recortaban su cabellera. O bien les confeccionaban pelucas de lana o pelo natural al gusto de la época: lacias, a menudo trenzadas, con o sin flequillo y sujetas con diademas para emular su juventud eterna. Los griegos preferían, en cambio, la melena con movimiento, a base de bucles, o los elaborados recogidos que embellecían con sencillos adornos. Crearon escuelas de peluquería y escribieron no pocos tratados capilares.
En Roma, la moda tomó cosas de aquí y allá. Entre los hombres, el corte en forma de casquete hizo furor, mientras que las damas, fascinadas con las rubias cautivas bárbaras del Norte, aclaraban su pelo con sebo de cabra, ceniza de haya y manzanilla, y lo peinaban rodeando la cabeza. En la vieja Iberia, la peineta ya sujetaba mantillas.
El oscurantismo religioso y el bajo nivel de vida que se generalizó en la Edad Media no permitió retoques estéticos muy sofisticados. Sin embargo, las damas de las clases altas adornaban sus peinados, siempre recogidos, con piedras y joyas. A cambio, se puso de moda cubrir el cabello con capuchas y velos, dada la dificultad para mantener su higiene.
El Renacimiento devolvió la luz perdida al peinado femenino; el negro tenebroso no favorecía a sus dulces musas, preferentemente rubias, y se impusieron los tirabuzones, postizos y moños decorados. En el Barroco, la peluquería pasó a ser un arte, incluso una ciencia; una obra de la época, incluye 3.774 formas de peinarse. Con Luis XIV proliferaron las pelucas de rizos interminables, y los peluqueros competían por la originalidad de los adornos y el volumen del peinado de sus clientas. Mucho más refinado sería el mechón colocado con esmero de los dandis del XIX.