Su programa político era marxista y buscaba implantar el socialismo mediante una serie de reformas económicas que pasaban por la nacionalización de la minería, entre otras medidas. La desfavorable coyuntura internacional, los errores propios y el boicot de EE UU propiciaron que en el país andino se generase un malestar social acompañado de hiperinflación, desabastecimiento, huelgas, etc. Esta situación fue aprovechada por los sectores más reaccionarios para crear un tenso clima político y social que desembocó en el golpe de Estado del general Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973, en el que Allende perdió la vida.
A principios de la década de los setenta, la guerra fría estaba en su apogeo y EE UU había declarado por activa y por pasiva que no iba a consentir una nueva Cuba en América. El todopoderoso Henry Kissinger, secretario de Estado bajo el mandato de Nixon, maniobró desde el primer momento para impedir el avance de la izquierda en el continente, aunque ello supusiese apoyar a todas las dictaduras militares que surgieron en muchos países sudamericanos.
MANIOBRAS ESTADOUNIDENSES
Obviamente, Kissinger actuó con el respaldo absoluto del presidente Nixon. Los instrumentos utilizados por el secretario general estadounidense contra Allende fueron las operaciones encubiertas que acometió la CIA, así como otras que, aunque legales, estaban destinadas a ahogar la economía chilena.
Es significativo el corte de las líneas de crédito que EE UU había comprometido con el país andino, así como la presión que hizo sobre la banca para que dejase de invertir como represalia a la nacionalización del cobre, que había supuesto arrebatar su control a la compañía minera norteamericana ITT Corporation. Como resultado de esas presiones, los 270 millones de dólares que teóricamente se tenían que invertir en el país en 1972 quedaron en poco más de 30.
Una vez creado el malestar económico y social, la conspiración de la CIA pasó a la desestabilización política mediante los atentados protagonizados por la extrema derecha y otras maniobras para apartar del mando a militares que pudiesen frenar un golpe. Así, fueron destituidos de la jefatura de las fuerzas armadas, primero, el general René Schneider, asesinado poco después de la victoria de Allende, y luego el general Prats, obligado a dimitir tras una campaña de desprestigio. Éste fue sustituido por Pinochet que, en principio, parecía leal a Allende.
Toda la conspiración estaba acompañada y subvencionada por la CIA, que había dado importantes cantidades de dinero al diario El Mercurio –publicación en agitación y propaganda constante contra el gobierno de Allende–, a varios líderes sindicales para incitarlos a organizar diversas huelgas y, por supuesto, a cientos de militares. Estas acciones formaban parte del llamado Track II, que es como se conocía en la CIA el plan destinado a promover el golpe de Estado, que fue comprometiendo a agentes y a otros miembros de la inteligencia militar en la preparación y organización del complot.
Hoy en día, las pruebas de la participación norteamericana son irrefutables, y más después de la desclasificación de documentos por el Archivo Nacional de Seguridad en 1998, tras haber transcurrido 25 años del golpe. Entre esos documentos se encuentran las transcripciones de reuniones de agentes de la CIA con militares chilenos, la correspondencia entre la estación de la agencia en Santiago y la central en EE UU, los recibos de pagos y subvenciones a políticos locales, las medidas de boicot a la economía chilena, etc. Se trataba de una vasta panoplia de medidas de todo tipo que había sido adoptada desde la llegada de Allende al poder hasta el mismo día del golpe.
LA VERDAD AL DESCUBIERTO
Toda la documentación desmonta los burdos desmentidos de participación que tanto Nixon como Kissinger expusieron inmediatamente tras la conjura de Pinochet y, por el contrario, demuestran que la intervención norteamericana en Chile se hizo bajo las órdenes directas del presidente de EE UU.
En toda la conspiración de acoso y derribo al régimen chileno, la figura de Kissinger tuvo un protagonismo indudable. Consideraba a Allende como un comunista sin matices al que era preciso derrocar y, según sus propias palabras, no se podía dejar que un pueblo irresponsable llevase a su país al desastre. Además, para él era peligroso el posible efecto de contagio y era necesario mantener a Cuba aislada, sin ningún aliado en el continente. Por ello, la suerte de Allende y de su ambicioso programa de reformas ya estaba condenada desde el primer momento.
Tras el triunfo del golpe de Estado andino, el apoyo del gobierno estadounidense a la junta militar chilena fue total, sin importarles las graves violaciones de los derechos humanos que supuso. Cinco días después del derrocamiento de Allende, se grabó una conversación entre Nixon y Kissinger en la que el último comentaba al presidente que lo que había que hacer era dejar que se consolidara la junta golpista. Se lamentaba de que la prensa internacional se escandalizase por la intervención militar, comentando que en la época de Eisenhower la acción hubiese sido aplaudida por todo el mundo libre. Por su parte, Nixon le contestaba insistiendo en que era imperioso que nada se supiese de la implicación de EE UU en la conspiración.
AMPARO INCONDICIONAL
El apoyo de EE UU a la dictadura chilena llevó al gobierno americano a tolerar, como un mal menor, las acciones posteriores de la policía política de Pinochet, la DINA; entre ellas, el asesinato del político chileno y antiguo miembro del gobierno de Allende Orlando Letelier, que residía en Washington, en 1976. Sus críticas contra el gobierno militar lo hicieron tan molesto para el régimen que días antes de ser asesinado le retiraron la nacionalidad y, una vez muerto, no se permitió que sus restos fuesen repatriados a Chile. Ante el crimen cometido en la capital de su nación, las autoridades norteamericanas, con el presidente Gerald Ford al frente, miraron para otro lado.