En Séneca (ca. 1 a.C.-65 d.C.) encontramos una personalidad muy rica y atractiva: en él se dan a la vez el político, el escritor y el filósofo. Aunque no tenemos datos exactos sobre su fecha de nacimiento, la datación de sus obras o la edad en la que definitivamente se instaló en Roma, sí podemos estudiar los rasgos generales de su pensamiento gracias a sus plurales y variados escritos, que van desde tratados hasta cartas e incluso poemas. En numerosas ocasiones declaró Séneca que su patria era el mundo, pero vino a éste en una ciudad de Hispania: Córdoba (Corduba).
Nació en el seno de una familia muy acomodada perteneciente al orden ecuestre, y su padre, experto conocedor de las corrientes pedagógicas de su tiempo, adoctrinó a sus hijos en el camino de la elocuencia y la declamación, aunque advirtió muy pronto que esta exclusividad en la educación podía convertir a sus protegidos en meros mercenarios de la palabra (al estilo de la sofística griega). Con el objetivo de eludir tal riesgo, siempre marcó como meta de su pedagogía la adquisición de conocimientos generales a la manera de un saber enciclopédico: hombre de bien experto en hablar (vir bonus peritus dicendi). Una formación que causaría honda mella en el vástago y que desarrollará hasta el final de sus días.
Vivís como si fuerais a vivir siempre, nunca recordáis vuestra fragilidad, no observáis cuánto tiempo ha pasado ya. Lo perdéis como si dispusierais de un depósito lleno y rebosante, cuando puede que precisamente ese día dedicado a un hombre o una cosa sea el último. […] ¡Qué estúpido olvido de la mortalidad es diferir hasta los cincuenta o sesenta años los buenos propósitos y querer iniciar la vida allá donde pocos llegaron!
Séneca fue un filósofo de obediencia estoica, aunque ni mucho menos fue un pensador pasivo o un mero repetidor de una doctrina determinada. Su estoicismo es de ascendencia pragmática, selectiva. Ni Séneca ni ninguno de los estoicos disimularon su aversión natural hacia la vida vulgar, ajustada exclusivamente a normas convencionales y utilitarias sin aspiraciones más nobles. Textos como De beneficiis, De tranquillitate animi, De uita beata o las Naturales Quaestiones muestran el conocimiento que Séneca albergaba del pensamiento estoico, epicúreo, cínico y académico en general.
Un rasgo de doble cara, teórica y práctica, que muy probablemente Séneca acogió de su madre Helvia, a quien siempre se dirigió con veneración. De ella admiró su franca fortaleza ante las numerosas adversidades ante las que nos sitúa la vida, y la llegó a catalogar como un ideal de moralidad gracias a su educación en la rectitud, propia de la vetusta tradición romana. De ella tomó el alejamiento de los modales vulgares y chabacanos, e incluso reprochó a su padre que, en virtud del machismo imperante, no le permitiera elevarse a conocimientos intelectuales más dilatados y profundos. En el escrito consolatorio que dirigió a Helvia, leemos en palabras de Séneca algunos de sus más bellos fragmentos:
No puede hallarse ningún exilio dentro del mundo, pues nada que está dentro del mundo es ajeno al hombre. […] Es el alma quien nos hace ricos; ella nos sigue al exilio y, en medio de las soledades más ásperas, cuando encuentra cuanto es bastante para sostener al cuerpo, ella misma abunda y disfruta de sus propios bienes.
No en vano han explicado muy diversos especialistas que de las tres partes en que la Estoa dividió la filosofía, es decir, física, lógica y ética, tan sólo esta última resultó realmente significativa para él. Séneca está convencido de que el sumo bien y la felicidad (efectos, y no causas, de la virtud moral) no sólo residen en el alma del hombre, sino que la fundan y engrandecen. De ahí que todas sus aspiraciones las veamos culminadas en una tarea ineludible: la formación del sabio, hombre virtuoso contrapuesto al vulgo, es decir, de quien se deja llevar por los impulsos sensibles sin doma de la razón.
Hacer de la virtud, que es la más excelsa soberana, una criada del placer es propio de un ánimo incapaz de concebir nada grande. Que marche en cabeza la virtud y sea ella quien porte los estandartes. […] En cambio, quienes confían los impulsos naturales al placer carecen de las dos cosas; por una parte, pierden la virtud y, por otra, no tienen placer, sino que el placer los tiene a ellos, pues se atormentan por su falta o se ahogan en su abundancia.
Virtud y vicio se repelen mutuamente, e incluso Séneca afirma en una de sus cartas que debemos desterrar la maldad de la naturaleza si pretendemos acabar con la ira, y ni lo uno ni lo otro es posible. El objetivo a conseguir es el sumo bien: “El bien supremo es el rigor de un espíritu inquebrantable, y su clarividencia, y su sensatez, y su elevación, y su salud, y su libertad, y su firmeza, y su belleza” (Sobre la vida feliz 9, 4). El mayor bien no puede ser otro que la virtud: “Lo mejor en cada uno debe ser aquella cualidad para la que nace y por la que es valorado”.
¿Qué es lo mejor, lo más excelso, de lo humano? “La razón: por ella aventaja a los animales y sigue de cerca a los dioses. La razón consumada constituye, por tanto, su bien propio. Las restantes cualidades las posee en común con los animales y las plantas. Cuando ella es recta y cabal sacia la felicidad del hombre. Luego si todo ser, cuando lleva su bien propio a la perfección es laudable y alcanza el fin de su naturaleza, si el bien propio del hombre es la razón, cuando el hombre ha llevado ésta a la perfección es laudable y alcanza el fin de su naturaleza. Esta razón perfecta se llama virtud y coincide con la honestidad” (Carta 76, 9-10). En otra ocasión, Séneca se pregunta: “¿Cuál es, por tanto, tu bien? La razón perfecta” (Carta 124, 23).
La naturaleza nos dota de razón, con ella seguimos los “principios naturales” que hay en nosotros, pero sólo el sabio lo hace de un modo perfecto. ¿Por qué? La sabiduría solamente la alcanza el hombre si es capaz de valorar la distinción entre instinto y razón y actuar en consecuencia. A fin de cuentas, la razón humana es algo divina: “la razón no es otra cosa que una parte del espíritu divino introducida en el cuerpo humano” (Carta 66, 12). Es así como Séneca nos incita a actuar sin tener al futuro como un aliado; el presente, lo único real, no se volverá a repetir y debemos prenderlo y exprimirlo en todo momento en busca del sumo bien:
Nadie te devolverá los años, nadie te entregará otra vez a ti mismo. La vida seguirá por donde empezó, no revocará su curso ni lo suprimirá. No hará ruido ni avisará de su velocidad. Fluirá en silencio.
Aunque también podemos hablar de algunos puntos oscuros en la biografía senequiana. Pocos conocen el dato de que el idolatrado Séneca, que ha pasado a la historia del pensamiento como uno de los moralistas de más alto abolengo, fue acusado de adulterio al inicio del reinado de Claudio (41 a. C.), e incluso fue desterrado a la isla de Córcega en la que permaneció durante ocho largos años que empleó en la escritura de tratados y el cultivo de la poesía. Aunque quizás este dato ayude a hacer más grande su leyenda, si tenemos en cuenta los acontecimientos posteriores. Su sobrina Agripina conseguiría que en el año 49 fuera repatriado. A pesar de esta eventualidad, la celebridad del pensador cordobés no hizo más que crecer en el Imperio, donde su fama de intelectual y literato se vio sensiblemente aumentada.
La eternidad del mundo consta de contrarios. A esa ley debe adecuarse nuestro ánimo; sígala, sométase a ella. […] Lo mejor es sufrir lo que no puedas enmendar, y acompañar sin murmuración a la Fortuna bajo cuya autoridad se presentan todas las cosas: mal soldado es el que sigue con gemidos a su general. […] [Como dijo Cicerón], guían los hados al que quiere, al que no quiere lo arrastran.
Apenas seis años después, Nerón -sin haber cumplido siquiera los diecisiete años- sube al trono. Por aquel entonces, Séneca formaba parte del consilium principis (consejo privado del emperador), cargo que sigue desempeñando durante algún tiempo. Esta posición le valió severas críticas por parte de diversos sectores, que vieron cómo sus virtuosas tesis se contradecían con la tiránica política de Nerón. Unas críticas de las que nunca habló en sus escritos ni de las que hizo mención pública. Y es que quizás sea éste uno de los asuntos más controvertidos de la confluencia entre obra y vida de Séneca. Su meteórica carrera política despertó no pocas envidias que levantaron vilipendios e insultos en ocasiones injustificados, pero de nuevo asistimos a un curioso silencio de Séneca sobre tales circunstancias.
Nuestro protagonista solucionó esta desavenencia dando un giro en su doctrina hacia la interioridad: no importa lo que seas o lo que hagas, lo que a fin de cuentas hay que considerar -aseguraba- es el mayor o menor grado de liberación interior alcanzado, así como el mayor o menor desprendimiento que se pueda lograr respecto a los bienes externos (recordemos que Séneca no sólo ostentó un gran poder político como asesor de las más altas esferas, sino que obtuvo en paralelo pingües beneficios por ocupar tales puestos de responsabilidad, tan cercanos al poder imperial).
El propio Séneca se hizo cargo de lo que -para él- sólo representaban aparentes incongruencias en uno de los textos recogidos en Sobre la vida feliz. Sea el lector el único juez:
“Tú hablas de un modo -dices-, pero vives de otro”. La misma objeción, cabezas llenas de malignidad y animadversión a los mejores, se le hizo a Platón, se le hizo a Epicuro y se le hizo a Zenón; pues todos ellos decían no cómo vivían ellos mismos, sino cómo habrían debido vivir. Hablo de la virtud, no de mí mismo, y cuando clamo contra los vicios, lo hago en primer lugar contra los míos. Cuando pueda, viviré como es debido. La malevolencia teñida con veneno en abundancia no me apartará de los mejores; y la pestilencia con que rociáis a los demás y os matáis a vosotros mismos aún menos me impedirá continuar alabando esa vida, que yo mismo no llevo, pero que sé debe llevarse.
¿Hubiera escrito Séneca lo que escribió si se hubiera visto inmerso en la más absoluta indigencia? Él mismo escribió que “no es gran cosa mostrarse fuerte en una situación próspera, en la que la vida avanza con un curso favorable”. El valor histórico y filosófico de su doctrina queda fuera de toda duda. Ahora bien: también es cierto que numerosas críticas, recibidas ya en su tiempo por sus conciudadanos, no dejan de tener un fundamento más que justificado. Séneca, desde luego, no vivió de la misma manera que pensó, pero también podríamos achacar defecto de forma a otras -muy numerosas y egregias- figuras de la historia de la filosofía. En cualquier caso, las deficiencias que podemos encontrar en él como individuo pueden acercarnos a una lectura pausada, crítica y -dulcemente- severa de sus obras.
Ya ves cuán mala y perniciosa servidumbre ha de sufrir quien esté sometido alternativamente a placeres y dolores, que son los poderes más inciertos e incontrolados. Así que es preciso buscar una salida hacia la libertad. Y la libertad no la da otra cosa que la despreocupación por la suerte. Entonces surgirá ese bien que no tiene precio, la tranquilidad de la mente puesta a salvo.