Como todo camino que lleva a un lugar que valga medianamente la pena, éste comienza con una terracería.
Hace días recibí un correo con información sobre un festival de arte urbano que estaba transformando una colonia olvidada de San Miguel de Allende, México, en un espacio completamente nuevo, rejuveneciendo los espacios y alejándolos de ser un foco rojo, para convertirlos en una celebración artística.
El pavimento de la oficina se levantó descubriendo la tierra blanda que viste, y con temor de quedar atrapado en la nube del polvo monotónico de la ciudad, desgraciadamente ya desprovista de terracerías, comencé a trazar mi viaje a San Miguel.
Naturalmente, dado el desarrollo de lo que tengo que hacer en mi trabajo, Muros en Blanco era una manera perfecta de justificar mis faltas y producir contenido relevante sobre la escena artística mexicana.
La invitación, sin embargo, venía con una promesa al aire: ir a un rancho psicodélico que fue construido hace aproximadamente 20 años bajo el concepto de «crear un espacio libre donde todo es posible».
No me dijeron mucho más, pero no importó; las piedras del camino ya estaban levantadas, e ir pasó de promesa a sentencia.
Pasó el fin de semana y después de ver más de 70 murales y las producciones más recientes, finalmente llegó el momento de emprender el viaje.
La parada obligada en una miscelánea nos proveyó de cerveza, pomos, vasos improvisados con latas de energizantes (Sin azúcar) vacías y varias cosas más para poder aguantar la titánica travesía de 17 minutos del centro al rancho.
El polvo y humo en el aire convirtió al coche en una cámara de gas y los botes generados por cada piedra del camino, invariablemente, llevan a pensar en el extrañísimo concepto del camino.
No estoy hablando del gastado concepto detrás de los mantras juveniles-positivos de «la vida es el camino», sino en un sentido mucho más literal, lo rarísimo que es transportarte físicamente de un lugar a otro.
El «Rancho Cascabelito» o «Timilandia», como es conocido popularmente por el nombre de su creador, se presenta a sí mismo como un camino que evidentemente nunca se ha terminado de recorrer.
Tal y como se siente en una terracería, la cabeza de uno vota y regresa de un punto a otro sin realmente saber en qué terminará o si, en cualquier caso, lo hará.
Abriendo el portón, que lejos de ser una puerta en realidad es un portal, es que comencé a sentir ese mareo característico después de andar brincando con humo en los pulmones y cebada en la panza.
El cambio se presentó poco después, cuando me di cuenta de que mi mareo no era causado por ninguna de las dos, sino que se había presentado como un mecanismo de defensa ante lo que estaba por presenciar.
Solitario y todo para mí, se entrecruzaron unas serpientes para recibirme, mientras una salamandra escondida me veía de reojo.
Nuestros caminos se entrecruzaron, pero ninguno de los dos se inmutó; nos dejamos compartir el espacio. Volteando a la izquierda, se asomó un muro interminable y danzante que abría la posibilidad de encerrar un espacio que tendía al infinito.
Cascabeles que inspiran valentía, muros que abren espacios, terracerías construidas a la medida.
Medir la experiencia a través de la realidad que la percibe es el tema más humano por excelencia, pero a nuestras propias categorías de medición se les diluye por los dedos; es posible establecer cuánta serotonina se produce cuando uno se siente enamorado; es imposible medir cómo experimentaste el primer amor que tuviste.
Caminando y explorando las sirenas enamoradas que subsecuentemente te recibían en este lugar, absorbí todo en mi cabeza como un puente que unió al niño que fui con el adulto que soy: al arquitecto Antonio Gaudí con una mezcla que varía entre los Pitufos, y la explosión de color y forma únicamente propia de un garabato infantil.
Saliendo de la casa, regresando al campo, las espinas de los cactus y la fauna vislumbró otro camino que nos llevaría finalmente a la cúpula donde se llevan a cabo eventos y una celebración regional del festival Burning Man y del Día de Muertos, conocida en San Miguel como «La Calaca».
No parecían quedar vestigios de semejante fiestón, pero indudablemente existía una vibración que compelía a moverse, explorar internamente lo que el lugar estaba susurrando.
Y siguiendo cada susurro, fui adentrándome más en mi experiencia subjetiva que parecía objetivarse en formas inefables e imprevisibles, en construcciones precisas que parecían hechas al azar.
Todo para finalmente coronarse en un cuadro único, perfecto, donde las nubes amenazantes, un pozo en forma de una garrafa de agua y el muro danzante se juntaron para decirme: nunca dejaste la terracería.
La tendencia al infinito, su medición, en este caso falló: nunca me moví. Nunca partí de un punto para terminar en otro. Siempre estuve ahí, conectado, fijado y establecido como parte de la naturaleza surreal del espacio en el que estamos.
La terracería no es un camino, no es un símbolo del «camino de la vida», es un estado del que nunca partimos. Un escenario en el que uno no crece ni tiene revelaciones sobre su propia vida, solamente expresiones de los límites en los que la imaginación habita. Como todo buen viaje, éste nunca se movió de la terracería.
El rancho fue construido por el estadounidense Tim Sullivan durante sus años viviendo en San Miguel de Allende, con el fin de crear un espacio de fin de semana para sus hijos, llevado a cabo en el estilo Flying Concrete por el arquitecto, diseñador y vecino de Sullivan en México, Steve Kornher y el diseñador Bob Hoss.
«La belleza de estar en San Miguel: el campo, la libertad y los recursos (fauna, arte, etc.) no fueron más que estímulos para creer que todo es posible. Llegar al límite. Y esa fue la idea detrás de este espacio», comentó Sullivan a Creators. Si quieres más información sobre el Rancho Cascabelito, haz click aquí.