El almirante genovés pasó al imaginario popular como ese hombre maduro que se arrodilló para besar la tierra que acababa de descubrir, sosteniendo el estandarte de Castilla.
Probablemente Cristóbal Colón no haya podido arrodillarse, y de haberlo hecho, sus acompañantes debieron de asistirlo, porque la artritis que padecía le impedía levantarse por sus medios.
El hombre que descubrió América era un hombre enfermo que se movía con dificultad por la afección de sus articulaciones. Como todos los marinos de su época, estaba expuesto a las enfermedades infecciosas que pululaban en sus naves debido a las ratas, la mala comida y la peor higiene.
En 1494, durante su segundo viaje, al llegar a La Isabela, quedó postrado por el tifus, a punto de delirar por la fiebre. Se recuperó para encontrar que sus marinos estaban afectados por el pian (o frambesia), una infección producida por el mismo germen de la sífilis (el treponema pálido), que hasta entonces era desconocida en Europa. ¿Fueron los marineros de las carabelas quienes introdujeron la sífilis en el Viejo Mundo? El tema se presta a discusiones, pero muchos autores coinciden en este punto.
Volvamos al almirante, quien, a pesar de sus achaques, se embarcó una vez más hacia las Indias donde padeció otra afección articular que interpretan como un ataque de gota (por la acumulación de ácido úrico en sus articulaciones). Dolorido y enfermo, se detuvo en Santo Domingo, en busca de paz y reposo, pero solo encontró insubordinación y desasosiego. Al estallar una rebelión en la isla, el almirante la reprimió violentamente. Tan brusco fue su accionar que el enviado del rey decide encadenar a Colón, a pesar de sus frágiles coyunturas.
Tesonero, Colón se embarca una vez más hacia las Indias, con la intención de llegar a Tierra Santa, pero quedó varado en Jamaica por un año. En esa oportunidad se salvó de morir a manos de los aborígenes gracias a sus conocimientos astronómicos que le permitieron predecir un eclipse de sol. Impresionados por sus dones visionarios, tanto sus marinos como los locales se sometieron a su voluntad.
Vuelto a España, una vez más quedó postrado por su enfermedad reumática. Ese tiempo lo aprovechó para escribir su Libro de las Profecías.
Muerta Isabel la Católica, Colón viajó a Sevilla a entrevistarse con Fernando, a fin de discutir algunas compensaciones económicas que, a su entender, le adeudaban. Este reclamo importunó al Rey católico, que siempre andaba court d´argent. Para don Fernando nada le debía el reino al almirante.
Desde entonces, Colón quedó apartado de la corte. El reagravamiento de su condición reumática lo llevó a una descompensación cardíaca con marcado edema de miembros inferiores que hizo más difícil su situación. Viendo que la muerte lo acechaba, el 19 de mayo de 1506, Colón redactó su testamento y se dispuso a morir en la fe cristiana, habiendo abrazado las órdenes franciscanas terciarias. Pidió la asistencia de un sacerdote y se aprestó a entregar su alma al Señor. “In manus tuas, Domine, comtnendo spiritum meum“, fueron las últimas palabras que le escucharon decir.
Después de muerto, sus restos emprendieron un viaje tan extenso y aventurado como los que había realizado en vida. Primero fue sepultado en Valladolid y de allí conducido al monasterio cartujo de Las Cuevas, donde estaba enterrado su hermano Diego. Lamentablemente mucho no pudieron reposar sus cansados huesos, porque la familia decidió llevarlos a Santo Domingo, ciudad testigo de sus hazañas…. y excesos.
A pesar de no ser bienvenido por los lugareños que recordaban la violenta represión, fue enterrado bajo el altar de la catedral, en un lugar que no documentaron debidamente. Cuando por esos avatares de la política, la isla fue entregada a los franceses, los españoles decidieron enviar los restos del gran navegante a la Habana, aunque nadie estaba seguro sobre cuál era la urna que contenía lo que quedaba de Colón. Los encargados del envío remitieron la caja que ellos creían contenía lo que quedaba del almirante partiendo de la premisa de que allí estaba enterrada toda la familia Colón y de que todos los cadáveres, después de un tiempo, se parecen.
Cuando Cuba decidió independizarse, los españoles exigieron la entrega de los restos del almirante (o de quien se tratase), para llevarlos a España, la tierra que lo había acogido y brindado los medios que culminaron con el descubrimiento del Nuevo Mundo.
En Sevilla decidieron construir un espléndido mausoleo en la Catedral, aunque en Santo Domingo habían encontrado una urna que decía contener los restos de Cristóbal Colón. Este inesperado hallazgo impulsó a los dominicanos a construir un enorme faro para albergar dicha urna.
Así fue como el gran navegante posee dos espléndidos monumentos mortuorios a ambos lados del océano Atlántico. Pero… ¿dónde yace realmente el almirante?
Después de largas discusiones y exposiciones de documentos que solo demostraban el desorden administrativo que rodeó el traslado de sus restos, se decidió cotejar el ADN de estos huesos con los de Diego Colón, su hermano.
Los españoles se avinieron al examen póstumo, no así los dominicanos (que habían invertido una fortuna en el entierro de Colón).
Los restos sevillanos demostraron que el ADN mitocondrial (aquel que proviene de las células madre) del supuesto Cristóbal coincide con el de su hermano Diego Colón, pero, como dijimos, la urna enviada a Cuba fue extraída del panteón familiar.
¿Son los restos de Cristóbal o podrían tratarse de Bartolomé, el otro hermano enterrado en Santo Domingo? ¿Cómo saberlo?
La única forma es perturbando el sueño eterno de los demás miembros de la familia y ni así se tendría la certeza de a quién pertenecen estos restos que son apenas el 15 por ciento de su osamenta. Bien puede ser que en Santo Domingo se encuentre lo que falta del almirante
Por esta razón es que los huesos del gran almirante continúan navegando por los mares de la incertidumbre.