Las separan 84 años: cuatro generaciones. Las separan sus orígenes: española una, polaca la otra. Las separan sus oficios: escritora y periodista una, científica la otra. Rosa Montero, de 66 años, vive, piensa y trabaja en Madrid. Maria Salomea Sklodowska, Marie Curie por matrimonio y residencia en París, murió el 4 de julio de 1934, a los 66 años (simetría, los mismos que hoy tiene Rosa), fue sepultada con honores, y yace en el Panteón de París –corazón del Barrio Latino–, reservado sólo para personajes ilustres.
Entonces, ¿por qué se unen, se entrelazan en la novela La ridícula idea de no volver a verte?
Rosa lo explica así en este fragmento del largo prólogo, que es también una apasionada confesión: “Como no he tenido hijos, lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos, y con ello me refiero a la muerte de mis seres queridos (…) Pero este no es un libro sobre la muerte (…) La santa de este libro es Marie Curie, un personaje anómalo y romántico que parece más grande que la vida (…) Descubrió y midió la radioactividad, esa propiedad aterradora de la Naturaleza: fulgurantes rayos sobrehumanos que curan y que matan, que achicharran tumores cancerosos o calcinan cuerpos en una explosión atómica (…) Una editora me propuso escribir un prólogo para una colección de libros. Quería que hablara del diario de Marie Curie, una veintena de páginas redactadas a lo largo de doce meses después de la muerte de su marido, Pierre Curie, a los 47 años (…) Tuve ganas de contar su historia a mi manera. Ganas de usar su vida como vara para entender la mía, y no hablo de teorías feministas sino de desentrañar cuál es el lugar de la mujer en esta sociedad (…) A los 5 años tuve tuberculosis. El médico, don Justo, tenía una especie de cuartito en donde estaba la máquina de rayos X y su resplandor azulado (…) Marie Curie había muerto, destrozada por el radio, un cuarto de siglo antes (…) Siento una profunda cercanía, una rara intimidad con aquella ceñuda científica polaca, porque de algún modo su trabajo ayudó a que me diagnosticaran y me curaran”.
Las 237 páginas que siguen, las del libro, son un apasionante mix de las dos mujeres.
Maria Salomea Sklodowska nació en Varsovia, Polonia, el 7 de noviembre de 1867, hace casi un siglo y medio, cuando su país soportaba la bota del Imperio Ruso. Quinta hija del matrimonio de Wladyslav y Bronislawa Bogusca, perdió a su madre a los 10 años, y poco después a su hermana Sofia (tifus): dos dramas que la alejaron de su fe católica –el rasgo más profundo del pueblo polaco– y la impulsaron al ateísmo: una decisión por la que pagó injustos precios.
Se propuso, a cualquier precio, viajar, estudiar y trabajar en París, donde vivía una de sus hermanas, pero no podía pagar la matrícula universitaria. Ergo, larga espera: un año y medio ahorrando moneda a moneda hasta fines de 1891, cuando por fin llegó hasta las puertas de la universidad.
Pero nada fue fácil en adelante. Vivió con su hermana hasta que pudo alquilar una buhardilla en el Barrio Latino. En las aulas fue una rara avis, una de las apenas 27 mujeres entre 749 varones, y que por añadidura no hablaba buen francés, y sus conocimientos de matemáticas y física estaban lejos del nivel de sus compañeros.
Pero se sobrepuso a todo. Estudiaba de día, trabajaba de noche en lo que podía –llegó a actuar en el teatro amateur–, y es verdad histórica, por propia confesión, “que más de una vez me desmayé de hambre”.
Recién tres años después de llegar, y a sus 27, logró empezar su carrera científica, contratada por una sociedad de fomento industrial para investigar las propiedades magnéticas de varios tipos de acero: cerca, pero todavía muy lejos de los hallazgos que la llevarían a las más altas cumbres.
En ese mismo año, 1894, conoció a un tal Pierre Curie, instructor en la Escuela Superior de Física y Química Industriales. Hay inmediato feeling. Él tenía 35 años, era un físico de nombre, y le propone compartir su laboratorio. Marie –su Maria natal ya se había afrancesado– no acepta. Está empeñada en volver a su patria. Pierre le jura que está dispuesto a seguirla “aunque tenga que enseñar francés para comer”. Pero ella vuelve sola a Polonia.
Y allá está, perdida. Porque la Universidad de Cracovia, su meta, la rechaza por ser mujer. Y uno de esos días oscuros, de incertidumbre, recibe una carta de Pierre: “Sería algo precioso, algo que no me atrevería a esperar, si pudiéramos pasar nuestra vida cerca uno del otro, hipnotizados por nuestros sueños: tu sueño patriótico, nuestro sueño humanitario, y nuestro sueño científico”.
Carta decisiva. Marie vuelve a París. Se casan el 26 de julio de 1895. Una boda más que austera: familia cercana, unos pocos amigos que les regalan dinero en lugar de objetos –tal era la estrechez–, ella con el mismo vestido azul oscuro que usa en el laboratorio, y una romántica luna de miel…: en bicicleta hasta un bosque cercano, picnic, ¡y regreso al trabajo!
Trabajo que no cobija ni siquiera un laboratorio propio y adecuado: es prestado, fue una antigua sala de disección de la universidad, está mal ventilada, y la humedad y las goteras hacen el resto.
Pero –vocación y tenacidad invencibles– en julio de 1898 publican un artículo que anuncia la existencia de un elemento químico (metal sólido radioactivo). Lo llaman Polonio como homenaje a la patria de Marie, su número atómico es 84, su masa atómica 210, y su símbolo, Po. Característica según los manuales: “el polonio descubierto por Marie Curie es el único isótopo existente en la naturaleza”.
No es todo: cinco meses después, el 26 de diciembre, anuncian el descubrimiento de un segundo elemento. Lo bautizan Radio (del vocablo latino Rayo)… y nace la palabra “radioactividad”, que signaría, para bien y para mal, el mundo moderno.
Entre ese día de 1898 y 1902 publican, juntos o separados, 32 trabajos científicos de alto nivel. Y uno, clave: “En un ser humano expuesto al radio, las células enfermas que forman tumores son destruidas más rápido que las sanas”. La definición le abre las puertas a la radioterapia y le asesta un primer gran golpe al cáncer.
Sus vidas cambian. Ya desde 1900, Marie es la primera mujer catedrática de la Escuela Normal Superior, y Pierre asume la suya en la Universidad de París. En 1903, ella defiende su tesis y logra el doctorado cum laude (con alabanzas). Los invitan a Inglaterra para explicar el fenómeno de la radioactividad, pero a Marie no la dejan hablar… ¡por ser mujer!
Para entonces han nacido ya sus dos hijas: Irène y Ève Denise. Y llegan los máximos laureles. A fines de ese 1903, Marie, Pierre y Henri Becquerel reciben el Premio Nobel de Física…, pero la Real Academia de la Ciencia, Suecia, niega el reconocimiento de Marie por la rémora de siempre: su sexo. Pierre se planta: “Si no reconocen a Marie, rechazo el premio”. Gana la batalla y los 15 mil dólares.
Pero…
El 19 de abril de 1906 llueve a océanos sobre París. Pierre camina por la rue Dauphine de Saint–Germain–des–Prés. Un carruaje lo atropella. Cae bajo las ruedas. Fractura mortal de cráneo. Tenía apenas 46 años.
María sigue adelante. Duplica su trabajo. Asume en la Sorbonne la cátedra que tenía su marido. Y en 1911 recibe su segundo Nobel. Esta vez, de Química, por sus trabajos sobre el polonio y el radio, además de sus trabajos académicos. Entre ellos, los primeros estudios para el tratamiento del cáncer con isótopos radiactivos.
Pero no faltan nubes negras sobre su cabeza. La prensa de ultraderecha, la misma que crucificó al capitán del ejército Alfred Dreyfus, de religión judía, condenado a prisión en la Isla del Diablo por una falsa acusación de espionaje, cae sobre ella en un sombrío carnaval de chauvinismo: la odian por extranjera, por judía (no lo era), por atea… y por adúltera.
Esta última estocada se afirma sobre una breve historia de amor de Marie, ya viuda y a sus 40 años, con el físico Paul Langevin, un ex alumno de Pierre, casado pero separado unos meses antes del episodio, y cinco años menor que ella.
El caso, revelado por esa misma prensa, es un escándalo. Alguien robó las cartas que intercambiaron, y la mujer de Langevin lo demandó “por mantener relaciones sexuales con una concubina en el domicilio conyugal”. En realidad, se encontraban en un departamento alquilado.
La relación duró apenas un año. Pero bastó para que la llamaran, públicamente, “rompehogares judía y extranjera”, y que una muchedumbre enfurecida la insultara frente a su casa.
Pero aun la esperaban otras hazañas. El 29 de julio de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. Los médicos no daban abasto para atender a los heridos, y Marie entra en juego con una idea luminosa: crear máquinas móviles de rayos X capaces de llegar cerca del frente de batalla y ayudar a los cirujanos, a través de las radiografías, a actuar más rápido y mejor.
Ella misma diseñó las máquinas, los vehículos para llevarlas –por eso fue una de las primeras mujeres con carnet de conductor–, y se calcula que las petit curie, como las bautizó la jerga popular, a lo largo de la guerra salvaron a no menos de un millón de soldados.
En 1915 inventó cánulas con emanaciones de radio: un gas incoloro que llamó Radón, usado luego para esterilizar tejidos infectados. Pero aún faltaba el último y desdichado acto.
Por años, Marie trabajó con elementos radioactivos ignorando sus efectos destructores. Los manipulaba sin guantes ni barbijo, llevaba los tubos de ensayo en los bolsillos de su guardapolvo, los guardaba en los cajones de su escritorio…, y su organismo, envenenado, claudicó lentamente hasta matarla. Causa: anemia aplásica.
El fin llegó el 4 de julio de 1934 en el Sanatorio Sancellemoz, Passy. Tenía 66 años. La sepultaron, junto a la tumba de Pierre, en el cementerio de Sceaux, sur de París. En 1995, ambos ataúdes fueron llevados al Panteón de París.
Para entonces, Marie era miembro de honor de diez academias de medio mundo, y dueña de incontables títulos y medallas de oro. Dos presidentes norteamericanos –Harding y Hoover–la honraron con un gramo de radio (valor de entonces, 100 mil dólares). En 1921, una multitud la ovacionó en Nueva York. Sus documentos, radioactivos, están guardados en cajas forradas con plomo, y quienes los consultan deben llevar ropa especial.
Los Curie jamás patentaron sus descubrimientos, que hicieron ganar fortunas. Rechazaron toda clase de distinciones. Marie, ¡hasta la Legión de Honor! En 2009, una encuesta de revista New Scientist la eligió como “La mujer más inspiradora de la ciencia”.
No sólo una estación del metro de París lleva su nombre: también un cráter lunar y un asteroide. Su nombre. El de la polaca que se desmayaba de hambre.
(Post scriptum: en 1997, cuando publicó su novela La hija del caníbal, entrevisté a Rosa Montero. Como periodista, una colega infatigable, brillante columnista, y como escritora, acaso una de las mayores de la España de los últimos cuarenta años. Y por añadidura, una conversadora aluvional que no ignora tema alguno y para la que no alcanza una cinta de grabador: hay que llevar repuesto… Recuerdo con gran afecto su dedicatoria, en la que me trataba como “Explorador de mundos”: un honor inmerecido pero tallado para siempre en mi corazón. Por eso no me sorprende este libro, La ridícula idea de no volver a verte, en el que no sólo rinde homenaje a una mujer colosal: como adenda exclusiva e imperdible, recupera y publica el diario que Marie Curie escribió entre 1906 y 1907. Esas páginas que escribió después de la muerte de Pierre, y que desnudan el alma candente y el amor de alguien que, equívocamente, podría ser imaginada como una fría científica en un frío laboratorio. Gracias por eso, Rosa…”.