Desde el cielo, las calles y avenidas de Lima trazan lo que parece la red de un pescador. Sus sitios arqueológicos se muestran conectados por caminos y canales de agua artificiales que hace seis siglos integraban la amplia red administrativa del más extenso imperio prehispánico.
Pese a que muchos han sido destruidos desde la fundación de Lima en 1535, cientos aún configuran la ciudad. Están junto al estadio de fútbol más grande, en las universidades y hospitales más importantes e incluso frente a la casa del presidente Pedro Pablo Kuczynski en el barrio más rico del país.
Los peruanos llaman huacas —vocablo quechua que significa oráculo o lugar sagrado— a estos sitios antiguos que en Lima junto a necrópolis, canales y huellas antiquísimas de caminos suman más de 400 y convierten a la ciudad en la mayor poseedora de sitios arqueológicos prehispánicos en Sudamérica.
La capital peruana es resultado de una planificación que agrupa tres ríos y cuatro pisos ecológicos sobre 3 mil kilómetros cuadrados, dice la arquitecta italiana Adine Gavazzi, autora del libro “Lima, memoria prehispánica de la traza urbana” y experta en arquitectura ceremonial andina.
Gavazzi afirma que los antiguos limeños construyeron infinidad de canales —algunos subterráneos para evitar la evaporación y mantener la pureza del agua— que convirtieron el desierto costero en un valle lleno de sembradíos con una organización territorial que permite que Lima siga viva como Roma o Atenas.
Recientemente, la arqueología de esta urbe comenzó a despertar interés estatal en acercar ese patrimonio a los peruanos.
Desde julio, cada primer domingo del mes, el gobierno abre sin costo sus sitios arqueológicos y museos con el fin de sensibilizar a los locales e invitarlos a conocer su pasado. “La idea es que los peruanos sientan que el patrimonio es algo que se disfruta”, explica a The Associated Press el viceministro de Patrimonio, Jorge Arrunátegui.
Esos días, cualquiera puede acceder a las huacas habilitadas para recibir a visitantes, asistir a talleres que muestran técnicas para envolver cadáveres prehispánicos o escuchar mitos incaicos.
Hasta Pachacamac —el oráculo más importante del mundo inca— llegan algunos habitantes de las barriadas cercanas mientras caminan por templos y pirámides que hace cinco siglos recibían peregrinos que incluso llegaban desde Atacames, ciudad ecuatoriana a mil 500 kilómetros de distancia.
Sin embargo, el entusiasmo por el patrimonio no se ha disparado entre los limeños porque la mayoría de sus diez millones de habitantes crecieron desconectados de los sitios prehispánicos, muchos de los cuales están en peligro por el desordenado crecimiento urbano y la escasa protección estatal.
“Desde la fundación de Lima no hubo ninguna relación de la gente con las huacas más allá de verlas como montículos o para buscar tesoros”, dice el arqueólogo Héctor Walde mientras excava en un templo de 3 mil 500 años cuyas paredes tienen relieves de animales mitológicos y está ubicado a diez minutos del aeropuerto internacional.
Según coinciden los expertos, durante las primeras expansiones urbanas de Lima del siglo XX se produjeron los mayores destrozos del patrimonio prehispánico causados por diversos agentes: el Estado, las empresas constructoras, la expansión agrícola y los traficantes de tierras que impulsan las invasiones.
El sitio donde Walde trabaja fue destruido en un extremo para dar paso a una vía. Una pared del templo fue pulverizada para fabricar ladrillos y en la década de 1980 el grupo terrorista Sendero Luminoso dinamitó en tres ocasiones una torre eléctrica colocada sobre una pirámide que integra el santuario.
Centenares de sitios están abandonados, tienen basura y se usan como fumaderos. Gianina Rojas, quien vive junto a una huaca llamada Huanchihuaylas, alguna vez encontró un cadáver, supo de una violación sexual en el interior del recinto, observó el robo de arena por las constructoras y vio el ingreso de personas con pistolas que practicaban tiro al blanco en las paredes del sitio prehispánico.
En una ciudad donde el valor de los suelos se ha triplicado en los últimos 15 años y donde la cuarta parte no tiene casa, las invasiones son el mayor peligro para los sitios arqueológicos, ha dicho el Gobierno. En 2015, la AP asistió a una batalla campal entre medio millar de policías que desalojaron a unas dos mil personas que traspasaron una pared de cemento de tres kilómetros de largo e invadieron por un día un cementerio prehispánico intacto.
Las barriadas que se forman tras las invasiones ven a los sitios arqueológicos como obstáculos para acceder al agua potable. La arqueóloga Carmen Cazorla, profesora de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, recuerda que las vecinas de un barrio contiguo a una huaca se encolerizaron cuando ella encontró restos de vasijas en una zanja por donde tenían que pasar las tuberías. Los vecinos, que carecieron de agua durante dos décadas, tuvieron que negociar siete años más con la distribuidora para acceder al líquido.
Los activistas están preocupados por una reciente ley que —aseguran— aumentaría la desprotección de más de 41.000 sitios arqueológicos que no están declarados ni delimitados debido al poco interés del Estado, que por décadas “no ha comprendido que el patrimonio genera riqueza”, dice Alberto Martorell, coordinador de la maestría en conservación y gestión del patrimonio de Universidad Nacional Ingeniería. El gobierno afirma, por el contrario, que la norma afinaría su capacidad sancionadora contra quienes afecten el legado cultural.
Según datos oficiales, Perú solo alcanza a proteger de forma efectiva el 1 por ciento su inmenso patrimonio arqueológico prehispánico constituido por más de 46.000 sitios. El gobierno actual, al igual que sus antecesores, destina poco presupuesto a la investigación y gestión de su riqueza prehispánica. “Somos una porción muy pequeña del presupuesto, llegamos al 0.38 por ciento”, dice el viceministro de Patrimonio.
Krzysztof Makowski, un arqueólogo de la Universidad de Varsovia que excava hace 30 años en Perú, dice que además de mayor presupuesto, en Perú se necesita un sistema universitario con laboratorios y profesores especializados, institucionalizar proyectos que ya son exitosos en gestión de sitios arqueológicos usando fondos mixtos y crear una ley de fundaciones.
“No solo hay que construir museos, sino formar conjuntos de gente que van a trabajar en esos museos… El museo tiene que investigar, lo mismo las universidades. Cuando hay ese tipo de personas es más fácil proteger el patrimonio”, asegura.