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Si la imagen de una enlutada Jackie Kennedy recorriendo las calles de Washington quedó como el paradigma del dolor contenido, la de Ethel Kennedy embarazada y sosteniendo la cabeza de su esposo Robert –abatido por las balas de Sirham Sirham en las cocinas del Hotel Ambassador de Los Ángeles– mientras pedía a voces un médico conmovió al mundo entero.

Pese a haber nacido en una familia republicana, Ethel Skakel Kennedy se integró perfectamente en el clan demócrata y, posiblemente, fue “la más Kennedy” de las nueras de Joseph y Rose. Tal vez por eso, no se libró de la maldición que parecía perseguir a la saga. No sólo enviudó prematuramente, sino que vio morir a uno de sus hijos y a otros caer en la espiral de la droga. Aun así, tras enviudar ha continuado –con una energía insospechada en una mujer como ella, menuda y de físico aparentemente frágil– la obra iniciada por su esposo en el Centro para la Justicia y los Derechos Humanos Robert F. Kennedy.

Su polo opuesto ha sido Joan Bennett Kennedy, la primera esposa de Edward. Contrajeron matrimonio en 1958 y de la unión nacieron tres hijos: Kara, Edward Jr. y Patrick. A diferencia de Ethel o incluso de Jackie, nunca se sometió a la dictadura del clan y se negó a aceptar las “distracciones” conyugales de su esposo y a aparecer en público con él como una pareja feliz. A ello se añadió la tragedia del cáncer óseo padecido por su hijo Edward Jr. cuando sólo contaba doce años, que conllevó la amputación de una pierna. Su refugio fue el alcohol y, tras ser detenida en dos ocasiones conduciendo ebria, hubo de someterse a una cura de desintoxicación. El escándalo ya fue imparable y la pareja se divorció en 1983. Joan se refugió en la música, pero la fatalidad siguió golpeándola: en 2011, su hija Kara falleció de un derrame cerebral a los 51 años, mientras que Patrick no dudó en relatar las miserias familiares en un libro de memorias después de someterse, como ella, a varias curas de desintoxicación.

La tercera generación: los herederos

Cabe pensar que, más que de una maldición, se debería hablar de que, en una familia tan numerosa como la de los Kennedy, se multiplican las posibilidades de que la mala fortuna se ensañe con sus miembros. Aun así no hay que despreciar el hecho de que la tercera generación, compuesta por los 27 nietos de Joseph Patrick y Rose Kennedy, también ha sido proclive a los contratiempos. Una tercera generación que, a falta de la ambición de sus mayores, se ha movido en el más absoluto anonimato o sumida en una dolce vita en la que no han faltado los escándalos, el alcohol, las drogas o el sexo. Una compleja red no siempre encomiable que retrató Patrick Kennedy, el menor de los hijos de Ted, en su libro A Common Struggle (Una lucha común), en el que aborda abiertamente los episodios oscuros de su familia, más desunida de lo que pueda parecer a simple vista y en la que los escándalos se han tapado sistemáticamente con un velo de opacidad. Eso pasó cuando David Anthony Kennedy, el cuarto de los hijos de Robert, falleció en Palm Beach a causa de una sobredosis de cocaína el 25 de abril de 1984, o cuando Mary Richardson Kennedy, la exesposa de Robert F. Kennedy, Jr., se suicidó en 2012 después de años batallando con problemas de drogas y alcohol.

Pero fue en julio de 1999 cuando el mundo se paró por unos instantes al conocer la noticia de que John Fitzgerald Kennedy Jr., John-John, su esposa Carolyn Bessette y su cuñada Lauren habían fallecido cuando su avión, un Piper Saratoga que él pilotaba, se estrelló en el océano Atlántico camino de Martha’s Vineyard. Pocos días antes, había anunciado su intención de entrar en la arena política como senador demócrata por Nueva York. Las teorías conspiratorias no tardaron en proliferar, pero lo cierto es que se le había avisado de que las inclemencias del tiempo no recomendaban el vuelo y él las ignoró. Como buen Kennedy y a pesar de los antecedentes familiares, se creía inmune. Pero para la imaginación popular su muerte no hizo sino confirmar que la presunta maldición de los Kennedy seguía viva.