Sabemos que la vida surgió del agua y que, una vez en tierra firme, los animales evolucionaron hasta los modernos mamíferos. Más tarde, algunos mamíferos reconquistaron el medio acuático. Sus descendientes todavía conviven con nosotros: delfines, manatíes, narvales, orcas y ballenas, entre otros.
Las ballenas son una de las grandes maravillas de la naturaleza. Algunas son los animales más grandes que jamás se han movido sobre nuestro planeta. Nadan ondulando la espina dorsal de arriba abajo, un movimiento derivado del galope de los mamíferos, y no de costado a costado como hacen los peces al nadar y los lagartos al correr.
Las extremidades delanteras de las ballenas les sirven de timones y estabilizadores, y no para impulsarse como hacen los peces. Carecen por completo de miembros traseros visibles, aunque algunas conservan pequeños huesos vestigiales de la pelvis y de las patas, escondidos dentro del cuerpo a modo de souvenir evolutivo.
¿De dónde proceden las ballenas? Darwin tenía su propia idea, aunque nunca la desarrolló. En El origen de las especies (1859) escribió:
“Hearne vio en Norteamérica un oso negro que nadaba durante horas con la boca bien abierta para atrapar insectos acuáticos, casi como haría una ballena. Incluso en un caso tan extremo como este, si el suministro de insectos fuese constante y si en el mismo entorno no existiesen ya competidores mejor adaptados, no veo difícil que una raza de osos, por medio de la selección natural, se tornase cada vez más acuática en cuanto a su estructura y hábitos, con la boca cada vez más grande hasta dar lugar a una criatura monstruosa como la ballena”.
Unos años después, en 1886, en un lúcido pronóstico filogenético basado en la anatomía comparada, el gran zoólogo alemán Ernst Haeckel dibujó un árbol evolutivo de los mamíferos en el que las ballenas aparecen colocadas cerca de los artiodáctilos.
Miren en el árbol filogenético dibujado por Haeckel (Figura 1) y verán que no situó a los hipopótamos (Obesa, Hippopotamus) dentro de los artiodáctilos, sino en un minúsculo ramal del tronco que conduce a Cetacea, dentro del cual colocó a ballenas (Balaena), cachalotes (Physeter) y delfines (Delphinus).
En pocas palabras, Haeckel asignó a los hipopótamos un grupo hermano de las ballenas. Para él, los hipopótamos tenían un parentesco más estrecho con los cetáceos que con los cerdos, y estas tres estirpes estaban más emparentadas entre sí que con las vacas.
Según indican las pruebas genéticas y moleculares, aunque las ballenas y cetáceos no tienen pezuñas ni dedos, ya sean pares o impares, son verdaderos artiodáctilos. Para ellos se ha acuñado un nuevo término compuesto: cetartiodáctilos.
La mayoría de los grandes órdenes de mamíferos se remontan al periodo Cretácico, en pleno apogeo de los dinosaurios. Pero la verdadera explosión en su diversidad comenzó súbitamente después de que los dinosaurios resultaran diezmados por la Gran Catástrofe del Cretácico hace 65,5 millones de años. Solo entonces tuvieron los mamíferos ocasión de prosperar en los nichos que dejaron vacantes sus predecesores.
El proceso de evolución divergente fue rápido y, menos de cinco millones de años después de la catástrofe, ya recorría la tierra una gama enorme de mamíferos de todas las formas y tamaños. Entre cinco y diez millones de años más tarde, entre el Paleoceno y el Eoceno, abundan los fósiles de ungulados artiodáctilos.
Otros cinco millones de años después, entre comienzos y mediados del Eoceno, aparece el grupo de los llamados arqueocetos. El nombre significa “antiguos cetáceos” y casi todos los expertos coinciden en que entre estos animales ha de encontrarse el antepasado de las ballenas actuales.
Uno de los más antiguos, el pakistaní Pakicetus, tenía cuatro patas y parece que pasaba parte de su existencia en tierra firme. Dada su antigüedad en el subcontinente indio, los especialistas aseguran que los arqueocetos se originaron en el sur de Asia hace más de 50 millones de años, a partir de un pequeño artiodáctilo cuadrúpedo.
Desde el subcontinente indio, las ballenas anfibias ancestrales se dispersaron poco a poco hacia el oeste a lo largo del norte de África y llegaron a Norteamérica hace algo más de 40 millones de años. Sin embargo, la evidencia fósil sobre cuándo, por dónde y qué modo de locomoción usaron para alcanzar el Nuevo Mundo es muy escasa y ha sido objeto de discrepancias.
LAS PRIMERAS BALLENAS
El pasado 4 de abril se publicó en la revista Current Biology la primera evidencia indiscutible de una ballena de cuatro patas en el Pacífico. El hallazgo, unos huesos muy bien conservados, confirma que los antecesores de las ballenas actuales eran una especie de nutrias marinas capaces de nadar y andar, pero del tamaño de un hipopótamo.
En este vídeo de los autores del descubrimiento pueden ver un resumen completo del artículo, incluyendo unas magníficas imágenes de la ballena reconstruida.
Cuando dieron con los primeros elementos de las extremidades posteriores, el fémur y los huesos del tobillo, los paleontólogos se dieron cuenta de lo que habían encontrado. Los dedos de las extremidades, cuyas proporciones son similares a las ballenas cuadrúpedas más antiguas de India y Pakistán, remataban en pequeños cascos lo que, unido a la estructura de la cadera y al hueco de inserción del fémur, indicaba que se trataba de un animal terrestre capaz de deambular sobre tierra firme.
Cuando se montó el esqueleto (Figura 2), los apéndices transversales bifurcados y expandidos de los grandes huesos de la cola resultaron ser similares a los de castores y nutrias, lo que sugiere una contribución significativa de la cola durante la natación.
La nueva especie de ballena nadadora y caminante (bautizada con el nombre de Perefocetus pacificus), es una prueba más de que las ballenas ancestrales cruzaron los mares a nado y atravesaron los continentes caminando a cuatro patas.
Hasta ahora, los científicos pensaban que las ballenas ancestrales abandonaron África y llegaron a Norteamérica antes de emigrar a Sudamérica. Pero la edad y la ubicación geográfica de este nuevo espécimen indica que las ballenas anfibias nadaron primero a través del océano Atlántico Sur hasta Sudamérica, para llegar más tarde a Norteamérica y distribuirse por las aguas salobres de todo el mundo.