Era la voz del exilio. De la resistencia del Chile avasallado por la crueldad y la violencia del régimen de Augusto Pinochet. También era un novelista admirado, una voz literaria evocado por su calidez y por sus ráfagas vibrantes de lucidez y compromiso.
Era Luis Sepulveda, el escritor de la barba curtida y la sonrisa abundante, de la mirada honda y reflexiva, que murió después de una larga agonía en un hospital de Oviedo, donde permanecía ingresado desde febrero pasado aquejado del virus mortífero de nuestra época, el Covid-19. Se va un escritor que también fue guerrillero, que no dudó en empuñar un arma para arrancar de raíz el fascismo de América Latina.
El primer síntoma de la enfermedad que sintió el escritor fue el 25 de febrero, sólo dos después de que había asistido a un festival literario en la localidad portuguesa de Póvoa de Varzim. Lo que empezó como un dolor de pecho se convirtió en una fiebre aguda y más dolores por otras partes del cuerpo.
Así que el pasado 29 de febrero, cuando en España se seguía viendo como algo remoto el virus del coronavirus, Luis Sepulveda fue trasladado de urgencia desde su casa a un hospital de Gijón, donde los médicos sospecharon que se encontraban ante el primer caso de coronavirus de Asturias. Unos días después fue trasladado al Hospital Universitario Central de Asturias, situado en Oviedo.
Una ambulancia lo trasladó esos cincuenta kilómetros que dividen las dos ciudadanos porque todos los indicios apuntaban a que estaba aquejado del virus que se propaga por todo el planeta: dolor en el pecho, fiebre, problemas respiratorios y asfixia. A sus 70 años y con un historia médico calificado como “de riesgo”, Sepulveda fue tratado de inmediato en el centro clínico como un potencial enfermo de la pandemia.
A su ingreso, y tras confirmar los síntomas habituales de la enfermedad, fue sometido a un test para confirmar si padecía el virus. El resultado fue positivo y por lo tanto fue de inmediato aislado del resto de pacientes, tratado con un celo especial y las visitas de sus familiares limitadísimas tanto en número como en tiempo.
Se había convertido, como tantos otros después, en un paciente de alto riesgo que tenía que estar aislado y con el que había que guardar las máximas precauciones para evitar que el virus se siguiera propagando.
Nacido en Ovalle, en 1949, Sepulveda fue ingresado en el hospital con sólo 70 años. Seguía escribiendo habitualmente y su salud era buena, salvo algunos problemas del pasado que le habían dejado secuelas en el aparato respiratorio pero que ya estaban superadas.
A los pocos días de entrar en el hospital lo tuvieron que trasladar a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) porque padeció una neumonía que agravó su cuadro clínico y así permanecía más de 40 días, conectado a un aparato de respiración asistida, sedado y con una estrecha vigilancia de su evolución.
Pero el propio tratamiento -medicamentos muy agresivos para el dolor y antibióticos potentes para neutralizar la enfermedad-, aunado al avance sin tregua de los estratos del virus, le provocaron daños en otros órganos, con lo que su situación lejos de mejorar, continuó siendo muy grave hasta la mañana de hoy. Cuando finalmente los médicos ya no pudieron hacer nada para salvarle la vida.
Su compañera de vida y luchas, la también exiliada chilena Carmen Yáñez, y su hijo mayor, Carlos, anunciaron la noticia a través de un comunicado en el que agradecieron lo primero al equipo médico que le había atendido, “de todo corazón por su gran profesionalidad y entrega”, así como las “muestras de cariño recibidas durante estos días”. De hecho su propia mujer, Carmen, también fue hospitalizada por tener síntomas parecidos y bajo la sospecha de que también podría tener la enfermedad.
Con la partida de Luis Sepulveda se va una de las voces más lúcidas y comprometidas del exilio chileno. Él mismo fue víctima de una represión feroz que llevó a decenas de miles de personas a la diáspora y a ser testigos desde la distancia de la severidad del régimen impuesto por el general golpista Augusto Pinochet.
La novela con la que se dio a conocer a nivel internacional fue Un viejo que leía novelas de amor, en 1988, pero después vendrían otros muchos libros sobre la realidad del exilio, de la ausencia de libertad en América Latina, de su etapa de guerrillero militante, de sus trajines sin fin como infatigable combatiente por la libertad desde su militancia irrenunciable del comunismo.
De hecho Sepulveda, al que le fue conmutada en Chile una pena de 28 años de prisión por otra de ocho años de exilio, también lucho en Nicaragua antes de asentarse definitivamente en Europa, primero en Suecia, después en Hamburgo y finalmente en España, donde siempre escribió relatos, cuentos, teatro, novela y en una época fue también corresponsal de prensa y articulista habitual de medios impresos.
Otras novelas suyas, también aclamadas por la crítica y el público, fueron Mundo del fin del mundo, Nombre de torero, Patagonia Express, Historia de una gaviota y del gato que la enseñó a volar, La rosa de Atacama y Fin de siglo. También fue cineasta y un agitados cultural allá donde iba. Su muerte deja un hueco enorme en la memoria viva del exilio latinoamericano del siglo XX.