En el momento en que pisan esta puerta son parte de nosotros, como una familia”, dice Norma, vocera y locomotora de Las Patronas. Qué alivio debe dar a los viajeros centroamericanos comprobarlo en el comedor Esperanza del Migrante, atendido y sostenido por un pequeño grupo de mujeres que hoy como cada día desde hace 22 años y medio alimenta, cobija, alivia y aconseja desinteresadamente a la solitaria marea humana que a pie o trepada en el ferrocarril va en camino.
Un camino al norte, a un sueño, a la aventura, el trabajo, la redención. Muchos vienen huyendo, no de la ley, sino de la ausencia de ella en sus países. Son damnificados de huracanes, sismos, maras, policías, paramilitares, narcos, miseria, desempleo, desplazamiento por los grandes proyectos de inversión en las que solían ser sus casas. Las decenas de miles de centroamericanos en tránsito continuo sobrevivieron ya serias desgracias, pero les faltaba la desgracia suprema: cruzar México.
En esta ruta de oscuridad y peligro, una lucecita permanece encendida en la casa de Las Patronas, que sin mucho adorno toma el peculiar nombre de su propio poblado, La Patrona, consagrado a la Guadalupana, se supone, en el municipio de Amatlán de los Reyes, a pocos kilómetros de la ciudad de Córdoba.
Por aquí van y vienen ferrocarriles que no se detienen, cargados de mercancías y riqueza, llevando en su cresta a los auténticos condenados de la Tierra que Frantz Fanon dijera. Los nadies de Eduardo Galeano. A ellos consagran sus días doña Leonila Vázquez y sus hijas Rosa, Antonia, Bernarda y la más joven y expresiva de todas, Norma, vocera del grupo y hoy figura pública, que fue la parte que le tocó, como ella explica. Ronda Miranda, de tres años, nieta de Rosa. Su mamá estaba cuando empezamos, dice Norma, cuyo hijo estudia para abogado y colabora con Las Patronas. Así que saben, por ejemplo, que no es delito estar en México para los centroamericanos. Así dice la Ley de Migración que cuelga enmarcada en la pared. Pero la ley y la realidad nunca son lo mismo. Y pensar que no pocos de ellos están ahora ayudando a la gente de Oaxaca a cargar sus escombros.
Reporteros van y vienen, videoastas, fotógrafos. Y es que sí, Las Patronas son portento humano y espectáculo. Conocidas internacionalmente, protagonistas de documentales y reportajes, con simpatías en organizaciones no gubernamentales y recurrentes voluntariados nacionales y del exterior, Las Patronas están más allá de toda vanidad, o más acá, con los pies sobre la tierra. Casi sorprende la indiferencia, por no decir hostilidad soterrada hacia ellas, en el pueblo La Patrona, donde existe la idea de que alimentar migrantes es un error, ya que se les considera criminales, ladrones.
Muy creyentes, como son Las Patronas, ni con el cura se llevan. Encontraron que Jesucristo está fuera de la iglesia, sufre sobre los rieles en fuga. Allí está su misión, expresa Norma, el sentido de nuestras vidas.
Solas o acompañadas, con mucho o con poco, bajo reflectores o en la oscuridad de una noche de lluvia y frío, se apuestan sobre la grava a orillas de la vía férrea que pasa a un costado del pueblo. Acechan al tren del sur y extienden bolsas de plástico con alimentos, atadas de un lazo a una botella con agua, para ser pescadas al vuelo por los pasajeros clandestinos de La Bestia, que hoy tendrán cena o almuerzo decente al borde del vertiginoso abismo de su ruta.
Con un ojo al gato (más bien el oído, pendiente del silbato del tren), la actividad comienza a las nueve de la mañana en la cocina del pequeño, pero funcional albergue que ha ido creciendo en un extremo del predio de la familia Romero. Cubriendo turnos, doña Leonila, sus hijas y nietas, a quienes se suman otras mujeres del pueblo conmovidas y comprometidas con la ayuda, encienden las estufas de una amplia y modesta cocina para calentar café y preparar el desayuno para los migrantes que pasaron la noche aquí, en un cuarto ocupado enteramente por tres literas y cuatro colchonetas en el suelo.
Algunas hermanas del pueblo se van después de un tiempo. Los esposos y las familias las presionan, que qué hacen alimentando a pura gente mala. Para muchas, sobre todo las jóvenes, se pone difícil seguir viniendo, explica Norma.
Julia Ramírez, veterana patrona, prepara abundantes huevos revueltos con jamón que voluntarias y patronas sirven con frijoles, salsa y las tortillas que una empresa masera dona para este comedor, y para los alimentos voladores que pronto se irán en el tren. Menuda, silenciosa, eficaz. En torno a dos mesas se sientan una decena de jóvenes, la mayoría hondureños. Pernoctaron aquí y subirán al ferrocarril en las próximas horas, recién bañados y con ropa limpia cuando hay. Hoy es el caso. Según Norma, siempre presente, 80 por ciento de los migrantes que pasan por aquí son hondureños. El resto provienen de Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Casi en su totalidad varones.
La cocina se llena de actividad. En grandes peroles preparan un costal de arroz nacional con jitomate. La salsa es fundamental, a los muchachos les gusta el arroz rojo, informa Rosa, más discreta que Norma (a mí no me sale eso de hablar), de preferencia de tomate fresco. Leonila Vázquez, un mujer menuda de 85 años, fundadora de Las Patronas, aunque ya retirada, en un rincón rebana calabacitas, cebolla, y luego plátanos de desecho de algún predio o mercado vecino que pondrá a cocer en trocitos con azúcar. Cuatro días a la semana un supermercado de Córdoba les regala el pan de viejo, pero en buen estado, a veces pasteles enteros. En el patio hierve por horas un gran perol con frijoles sobre leña.
Los trenes no tienen hora. Desde un albergue en Tierra Blanca, 200 kilómetros al sur, alguien les notifica a qué hora partió La Bestia y cuántos pasajeros lleva aproximadamente. Siempre resultan más porque se suben adelante, dice Norma. Eso permite calcular a qué hora atravesarán La Patrona.
En el comedor la actividad es febril. Sobre las mesas se preparan y meten lonches en bolsas de plástico con el logo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. “Eso nos dieron, ironiza Norma, ¡bolsas! Pero son de utilidad. Aquí todo sirve, por poco que sea. Se organiza el menú con lo que hay: latas de atún, bolillos y pan dulce, bolsas con arroz, frijoles, pasta, chayote, tortillas o galletas de animalitos. Centenares de botellas desechadas de refresco y agua, que Las Patronas obtienen de donde sea y se ocupan de lavar, son llenadas con agua de un manantial vecino y se colocan en carretillas.
Norma pone especial cuidado en el lonche para el maquinista, le agrega su pilón, para hacerle conciencia y que baje la velocidad. Tiene que ser mujer la que le tire (al escalón de la locomotora) la comida al maquinista, porque si lo hace un hombre desconfía. En rejas de plástico colocan las bolsas. Si hay, amontonan cobijas y grandes bolsas negras para que los pasajeros del tren se cubran de la lluvia. Y esperan con oído atento.
Pita un tren a lo lejos. No es, dicen las mujeres, ese viene del norte. Pita otro. ¡Ese es! En segundos la actividad deviene febril. Todo mundo corre cargando las rejas o empujando carretillas con agua. Al mismo tiempo, los futuros viajante se alistan con lo que tienen (alguna mochilita, su bolsa de lonche) y se suman a la corredera de Las Patronas. Por las calles de terracería alcanzan las vías vecinas. Pronto surgen de la curva las luces de la locomotora. Las mujeres se distribuyen a lo largo de la vía sobre la grava con las bolsas y botellas listas.
¡Viene muy rápido!, alguien calcula. De los vagones brotan cabezas, brazos, piernas. Como en ráfaga las manos cogen los lonches y las cabezas gritan gracias, Dios las bendiga o cosas así. Las mujeres arrojan algunas bolsas a las góndolas. En tanto, los que ya se van corren paralelos al convoy, si pueden alcanzan los barandales y salientes, se prenden y se arrojan a las escalinatas. Toda una técnica que me describiría un joven experimentado. Largo, rápido, ensordecedor, imponente, el ferrocarril nos roba el aire y por fin aleja su trepidante suspiro y con todo su poderío se desvanece.
Vuelve la calma entre exclamaciones. Se valora la eficacia de la entrega. Se calcula cuántos iban en La Bestia. Hay alivio, alegría, la satisfacción de un deber cumplido. Ya en calma, Las Patronas y sus aliados de día retornan al albergue-comedor para seguirle dando. Del tren saltaron migrantes en busca de descanso o vienen enfermos, y caminan junto a ellas. Uno cayó mal, rodó sobre las piedras, se hirió una pierna, renquea. Vente, le dice Rosa recuperando el resuello, nosotras te curamos.
La historia de Las Patronas inicia en febrero de 1995. Por pura casualidad. Las hermanas Bernarda y Rosa Romero Vázquez regresaban a la casa familiar con una compra de pan y leche. Las detuvo el paso del tren. Se les aproximaron unos hombres pidiendo comida. Nos llamó la atención que hablaban raro, muy distinto. Supimos que eran hondureños. Les dimos lo que traíamos. Regresamos a la casa y mi mamá nos preguntó que dónde estaba la compra, y le contamos lo que había pasado, que esos hombres llevaban cinco días sin comer, recuerda Rosa una historia que ha contado muchas veces.
Su madre, doña Leonila Vázquez, hoy retirada pero no del todo, aquí se la pasa trabajando en la cocina a pesar de su avanzada edad, interviene en el relato: “De oír a mis hijas me entró una cosa en el corazón, todo el día. Nos dimos cuenta que era cantidad de gente. Y ahora, ¿qué les íbamos a dar? Veía el tren y lloraba. Quería yo darles lonches”.
Enjuta, delgada a diferencia de sus hijas y nietas, cuenta las vicisitudes para dar con un método adecuado para arrojarles comida a los migrantes del tren, y aprendieron cómo hacerle para que los viajeros cogieran las bolsas. Comenzamos a pedir donaciones a gente de Córdoba: papas, arroz, frijoles. Nos pusimos a conseguir botellas de desecho.
Pita el tren. Silencio momentáneo. Saben que no es, pero lo confirman. Toma la palabra Norma, naturalmente: Primero íbamos a cortar papaya, mango, plátano de los campos y el predio. No se los comían, preferían arroz, frijoles, alguna carne, pan y tortillas. Comida. Se adueñó de ellas una obsesión por alimentar al prójimo, a ese prójimo. Sus corazones se querían romper con esa gente. Ni sabíamos antes de sus países. ¿Qué hace el gobierno de Honduras para que su pueblo tenga esta necesidad?, se pregunta. Las Romero Vázquez cobraron conciencia. En una de esas, Norma, practicante católica, tuvo una duda. ¿Para qué sirvo? Ir a misa no ayuda para nada.
Fue catequista hasta que se desencantó. Y encontró en ayudar a los migrantes una razón de ser. Todos la pasamos echándole la culpa al gobierno, ya estuvo bueno. ¡Hazlo tú! Tenemos claro lo que está pasando en Centroamérica. Y en México, nunca imaginé que íbamos a estar tan mal. Terminó el buen momento de la humanidad. La tecnología nos roba a la juventud, la está consumiendo. Le preocupan los jóvenes. En educación estamos perdidos. A los jóvenes nadie les hace caso en sus familias. Se trastornaron la unidad familiar y la atención a los hijos.
Norma tiene una idea de las cosas: Hablar y actuar, ese es el chiste. Organizarse y dar ejemplo a los demás. La indiferencia es el gran problema. Aquí divididos por los partidos en nuestro propio pueblo. Las Patronas encontraron aliados en la Iglesia católica, pero no son el párroco ni el obispo de Córdoba. Sin pretenderlo, se identificaron mucho mejor con Alejandro Solalinde; fray Tomás, de Tenosique, y el obispo Raúl Vera, que ha venido tres veces desde Saltillo para visitarlas y echar bolsas y bendiciones a los viajantes de La Bestia. No le avisa al obispo, que se ofende porque don Raúl viene a quedarse con nosotras.
Los gobiernos de El Salvador, Guatemala y sobre todo Honduras son unos irresponsables, no se preocupan por su gente. Aquí hemos visto cónsules sólo cuando nos visitan las caravanas de madres centroamericanas y vienen los periodistas. Estos muchachos están muy solos. Habla de los centroamericanos como hijos. Se nos mutilan, se nos fracturan, se nos enferman. Algunos los llevamos al hospital. Y argumenta: Todos son hijos de alguien.