En este domingo, 15 de abril de 2018, celebramos el Tercer Domingo de Pascua, Ciclo B, en la liturgia de la Iglesia Católica. El pasaje evangélico de hoy es de San Lucas (24, 35-48), el cual narra una aparición de Jesús resucitado a los apóstoles, reunidos en el Cenáculo y escuchando la experiencia de los discípulos de Emaús. Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: “la paz esté con ustedes”. Ellos, desconcertados y atemorizados, creían ver un fantasma. Jesús les dijo: “no teman, soy yo en persona” y les mostró sus manos y sus pies con las señales de los clavos. Los Apóstoles, llenos de alegría, no terminaban de creer y seguían pasmados. Entonces, Jesús les pidió algo de comer y le dieron un trozo de pescado asado. Después les dijo que lo que había sucedido era el cumplimiento de lo que estaba escrito acerca de él en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Y les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras: “Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto”.

Necesidad de la experiencia. No es fácil creer en Jesús resucitado. Es algo que sólo puede ser captado desde la fe que el mismo Jesús despierta en nosotros y que nos infunde la paz y la alegría. Después de la experiencia de Pentecostés, Pedro y los otros apóstoles comenzaron a predicar con valentía, no sólo su convivencia con Jesús durante los tres años de su ministerio terreno, que compartieron con él, sino sus encuentros con Cristo después de que Dios lo resucitó de entre los muertos, y con el cual compartieron también la comida y la bebida. El testimonio de los apóstoles sobre la muerte y resurrección de Cristo, es fundamental para la vida de la Iglesia y para su espíritu misionero. San Pablo, después de su experiencia muy especial de ser iluminado por Jesús resucitado y de escuchar su voz, en su caminar persecutorio de los cristianos hacia Damasco, se convirtió en transmisor de lo que él mismo recibió: “que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se le apareció a Pedro y luego a los Doce y a más de quinientos hermanos y, en último término a él” (1Cor 15). Motivado por esta experiencia, Pablo defiende con fervor la resurrección de los muertos y amonesta a los Corintios, afirmando que si Cristo no hubiera resucitado sería totalmente vana la predicación y la fe, por lo cual si nuestra esperanza en Cristo se limita solamente a esta vida seríamos las personas más dignas de compasión.

Necesitamos testigos. Los relatos evangélicos repiten con insistencia que el encuentro con Jesús, muerto y resucitado, es una experiencia que no se puede callar. Quien ha experimentado a Jesús, camino, verdad y vida, siente la necesidad apremiante de contarlo a otros, se convierte en testigo y contagia la alegría de su vivencia. La fuerza decisiva que posee el cristianismo para comunicar la Buena Noticia que significa encontrarse con Jesús son los testigos, los que manifiestan con ardor su propia experiencia pletóricos de paz y de alegría. Por este motivo, resultan de un valor incalculable tanto el testimonio de la vida de los mártires y de los santos, como la maravillosa experiencia de los Movimientos Kerigmáticos de nuestra Iglesia Católica, como son los Cursillos de Cristiandad, la Escuela de la Cruz, la Renovación Carismática en el Espíritu Santo, el Neocatecumenado y el Movimiento Familiar Cristiano, entre muchos otros más. Todos ellos se caracterizan por anunciar a un Cristo vivo, que nos ama y perdona nuestros pecados, que nos sostiene y comprende en nuestras debilidades y que nos impulsa a ser sus testigos en la familia, en el trabajo y en la sociedad. El Documento de Aparecida, emanado de la Quinta Conferencia del Episcopado Latinoamericano, describe los pasos necesarios para ser auténticos discípulos y misioneros de Cristo, los cuales son el encuentro con Jesucristo, la conversión o cambio de vida y de mentalidad, el constante discipulado a través de la catequesis, la vida comunitaria y la misión que expresa la necesidad de anunciar lo que se ha experimentado acerca Jesucristo muerto y resucitado.

+Hipólito Reyes Larios
Arzobispo de Xalapa