La carne y la sangre de Cristo. En este día, 19 de agosto de 2018, celebramos el Domingo 20 del Tiempo Ordinario, Ciclo B, en la liturgia de la Iglesia Católica. El pasaje evangélico de hoy es de San Juan (6, 51-58) el cual concluye el «Discurso del Pan de la Vida». En esta última sección, Jesús empieza con la misma frase con la que terminaba la anterior: «Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo». Así aparece el tema eucarístico que invita a comer la carne del Hijo del hombre para que el mundo tenga vida. La objeción de los judíos ante estas palabras: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?», es bastante lógica ya que parece algo totalmente increíble. Sin embargo, la respuesta de Jesús es clara y contundente: «Yo les aseguro: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no podrán tener vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día». Después de reafirmar Jesús que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida, enuncia los efectos maravillosos que producen estos alimentos: la permanencia mutua del creyente en Jesús y la vida en Cristo, a imagen de la vida que Jesucristo ha recibido del Padre celestial. Nuevamente, aquí aparece una sección sobre las murmuraciones de los judíos: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? Jesús les responde con una reafirmación de la realidad del misterio eucarístico y, a la vez, con una invitación a participar del sacramento. La Eucaristía se presenta como fuente de vida eterna y de resurrección, ya que la carne de Cristo y su sangre son verdadera comida y verdadera bebida. Además, quien come la carne y bebe la sangre de Cristo permanece en él y Cristo también en quien lo recibe. Este habitar, o permanecer en Cristo, reaparece en la alegoría que presenta a Jesús como la Vid verdadera, al Padre como viñador y al discípulo como sarmiento (Jn 15). ‘Estar en Cristo’ y ‘permanecer en él’, es uno de los rasgos propios del lenguaje de san Juan para expresar la unión de los creyentes con Cristo.
Jesús es alimento y bebida. Al comer el pan y beber el vino consagrados, estamos convencidos de que nos nutrimos con el Cuerpo y Sangre de Cristo como alimento para nuestro camino: «Lo que el alimento material produce en nuestra vida corporal, la comunión lo realiza de manera admirable en nuestra vida espiritual, esto es, vivifica, conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo. Este crecimiento de la vida cristiana necesita ser alimentado por la comunión eucarística, pan de nuestra peregrinación, hasta el momento de la muerte, cuando nos sea dada como viático» (CEC1392). San Pablo entendió también esta comida como símbolo de la fraternidad eclesial porque el pan de la Eucaristía, además de unirnos a Cristo, construye la comunidad: «Un pan y un cuerpo somos, ya que participamos de un solo Pan» (1Cor 10, 16-17). Después de dos mil años, la palabra de Jesús sigue siendo fiel. El que se entregó por todos en la cruz, ha querido actualizar esta entrega suya cada vez que celebramos la Eucaristía ya que este pan y este vino son de un modo misterioso, pero real, su misma persona que se nos da para que tengamos vida. En el Bautismo nacemos como hijos de Dios por medio del agua y del Espíritu Santo. Dios es nuestro Padre y compartimos su vida divina que se alimenta en nosotros con el cuerpo y la sangre de su Hijo Jesucristo. La vida en Cristo necesita crecimiento y desarrollo que no podemos lograr con nuestras propias fuerzas. La comunión acrecienta nuestra vida en Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. La Eucaristía es, por tanto, el sacramento de nuestra transformación y crecimiento, así como el mejor medio a nuestra disposición para asemejarnos cada vez más a Cristo. Sin embargo, no hemos de olvidar que comulgar con Jesús es comulgar con alguien que ha vivido y ha muerto entregado totalmente por los demás. Jesús mismo insiste en ello. Su cuerpo es un cuerpo entregado y su sangre es una sangre derramada por la salvación de todos. Por eso, es una contradicción acercarnos a comulgar con Jesús resistiéndonos egoístamente en la ayuda a los demás.
+Hipólito Reyes Larios
Arzobispo de Xalapa