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La Jornada / Hermann Bellinghausen, enviado

Detrás de la línea de sombra, siempre, más de un centenar de personas se aprestan, con la lentitud del caso, a saltar para los vagones ante la salida próxima del tren. Hay versiones de que serán interceptados pronto por agentes del Instituto Nacional de Migración (INM). Que ya no los dejarán salir de Chiapas. Arriaga es la última estación ferroviaria en la entidad, antes de Tapanatepec, Oaxaca. Dadas las nuevas circunstancias, “La Bestia” ya no es el medio, no en Chiapas. Pero la gente insiste.

 

“Lo que sucede estos días es algo nunca antes visto”, dice, abrumado, Carlos López Villalobos, uno de los responsables de la Casa del Migrante “Hogar de la Misericordia” en las afueras de Arriaga, que desde hace 12 años recibe y atiende a los centroamericanos en tránsito. Afuera, bajo una Guadalupana pintada en el muro, guarecidos tras la línea de la sombra, decenas de hondureños y salvadoreños esperan. “No nos reciben”, se queja uno. López Villalobos explica que hay un reglamento, visible en el exterior, y que lo tienen que cumplir. “Eso afuera no sé qué esperan. Aquí los recibimos un día y una noche, comen los tres tiempos, y se van. Antes eran tres días, luego dos, pero ya no nos damos abasto. Los que están aquí afuera están esperando para irse, saben que no los podemos atender”.

Un río de gente. Parece fácil decirlo. Continuo, con crecidas inesperadas y una corriente sostenida. Cada quién sus cifras. Son centenares en todas partes, y miles en ciertos puntos, como Tapachula y Mapastepec. En los altos del camino, los migrantes buscan ponerse detrás de la línea de sombra. Es donde hablan, donde cuentan sus historias, la versión que prefieren de ella.

De Mapastepec en adelante, por la carretera muchos avanzan pequeños grupos. La caravana está deshilvanada, pero de alguna manera sigue, con miles de personas fluyendo. La presencia de niños, de bebés en adelante, es conmovedora. No he visto llorar a ninguno, y ya los vi correr, trepar de propia mano a “La Bestia” con sus cuatro o cinco años, lo vi comer, jugar, mirar con susto, esconderse detrás de su mamá o su papá cuando estos se esconden de sus perseguidores.

 

O esa muchachita, si acaso de 13 años, en una camiseta breve se lee Knock Out y deja asomar una barriga redonda, casi infantil: un embarazo de varios meses. Al pie del tren, lista a trepar cuando la locomotora se enganche.

La joven doctora que atiende un módulo de la Secretaría de Salud en el vasto atrio de la parroquia católica de Tonalá dice que el principal padecimiento de los migrantes son ampollas y llagas en los pies. Además de las infecciones intestinales y respiratorias, muy abundantes. En una mesa se exhiben los medicamentos que hay. El responsable del hogar en Arriaga añade a los principales males las heridas en las piernas, los desgarres musculares y las picaduras de unas hormigas muy agresivas que viven en estos cerros, a donde las familias y los grupos corren a ocultarse cuando los cae la Migra, o antes de llegar a los puestos de control que erizan la ruta.

Las tribulaciones de López Villalobos lo llevan a lamentar la absoluta falta de apoyo gubernamental. “Cuando había Seguro Popular, podíamos ofrecer atención médica, pero ya no hay médicos ni presupuesto”. Los alimentos vienen “de los pocos cristianos que todavía les importa”. Sale de la cocina y se despide una pareja de la tercera edad. “Son los cocineros”, explica López Villalobos. Voluntarios, por supuesto. Admite que algunos comerciantes del mercado central les regalan algunos productos, «pero no alcanza».

Un ciudadano nicaragüense, procedente de Granada, se dice “perseguido” por el gobierno de Daniel Ortega. “Quemaron mi casa, perdí mi trabajo, estuve preso por estar en las protestas, no me puedo quedar allá”. Se junta con un grupo de seis jóvenes de La Paz, donde El Salvador hace frontera con Guatemala. Huyen de la Mara. ¿No que ya la controló el gobierno?, les pregunto. “¿Qué?”, expresa uno, robusto y simpático. “Quién controla es al revés. La Mara no te deja trabajar, a lo que te dediques te cobra derecho de paso, derecho de piso. No hay manera de ganar dinero”. Las historias se repiten, se parecen. “Estuvimos empacando hielo aquí en Arriaga. Nos pagaban ¡un peso! por bolsa que llenáramos. Y luego nos corrieron. Estamos esperando para poder irnos”. ¿Y qué esperan? “Pues eso, poder hacerlo”, dice por no responder.

Junto al tren en Arriaga, un hombre de Copán, Honduras, cuenta que ya hizo el viaje antes. “Algo que sé es que necesito salir de Chiapas. De aquí a Estados Unidos, es el peor lugar, en Centroamérica tiene mala fama. El paso más peligroso, donde la gente no nos quiere, pero nos cobran carísimo cualquier cosa. La persecución es feroz, de la Migra. Además, los asaltos en el monte, en las ciudades”.

Otro relata que estaba en el campamento de Mapastepec hasta hace dos días, pero con las muy televisadas detenciones en Pijijiapan decidió abandonar la presunta protección de asentamiento, que tenía tres mil personas pero hoy restan menos de la mitad ante la incertidumbre, los rumores, el pánico y una certeza: no son bien recibidos.

Para colmo, según comentan otros periodistas que cubren la ola migrante, “los grupos están muy infiltrados. Mucho ‘oreja’ del gobierno”.

Así, familias enteras, mujeres encintas, personas con muletas, o heridos, avanzan al norte, no conocen otro punto de la brújula. Un 80 por ciento son hondureños, estima el Hogar del Migrante, que lleva un cuidadoso registro de sus huéspedes. Los grupos grandes y familiares proceden de Honduras. Todos los demás centroamericanos nunca son grupos grandes, hombres solos la mayoría, que se pegan ahora a las caravanas, considera el responsable del albergue católico en Arriaga.