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Tras noventa y ocho días de infame navegación, el 6 de marzo de 1521, el vigía de la nave Victoria, Lope Navarro, cantó tierra. Era el archipiélago de las Marianas, en una de cuyas islas, la de Guam, por fin iban a encontrar el alimento fresco y el agua que necesitaban. Las relaciones con los isleños no fueron fáciles. Estos les quitaban todo lo que veían en el barco, pues no comprendían lo que era la propiedad privada, y los españoles se enojaron y discutieron con ellos desde el primer momento. Incluso registraron la anécdota de una mujer que subió desnuda a una de las naves y se llevó un clavo –que por ser metálico consideraban muy valioso– dentro de su vagina. Por esta afición a lo ajeno, los españoles bautizaron el archipiélago como islas de los Ladrones.

Apenas diez días después de esta escala, la flota avistó un conjunto de islas mucho mayor. Estaban llegando a las Filipinas. Primero en la isla de Homonhom y luego en la de Limasawa, los españoles encontraron unos habitantes amigables y dispuestos al comercio (llevaban siglos de contacto con los mercaderes chinos y árabes), de forma que pudieron abastecerse de todo lo que necesitaban y comer en abundancia. Uno de los productos que más llamó su atención fueron los cocos, cuya leche, además, serviría para sanar su escorbuto. El cronista Pigafetta lo describió en detalle y, en cuanto a su uso, explicó: “Lo comen con carne y con pescado, como nosotros el pan”. Sin embargo, lo que más llamó la atención a Magallanes fue que en estas islas se conocían las especias, por lo que dedujo que, ahora sí, se encontraban cerca de su destino, y empezó a reactivar sus proyectos de conquista.

Trabó muy buena relación con el rey de Limasawa y, cuando este le habló de islas enemigas, el capitán se ofreció a reducirlas a la obediencia, esperando de esta forma poner al soberano bajo la protección –y el dominio– de la Corona española. Magallanes le obsequió con varias demostraciones de las armas de fuego españolas y de las armaduras metálicas que tan bien protegían a los guerreros. Así impresionaron y asustaron al rey y a sus súbditos. Magallanes se convenció de que, con su superioridad militar, podían dominar las islas, también muy ricas en oro, producto al que los nativos daban menos importancia que los europeos.

Su siguiente etapa en las Filipinas fue una isla mucho mayor, Cebú. El cronista Pigafetta consideró “desafortunada” la decisión de ir allí. Las razones pronto iban a estar claras.

Los barcos españoles entraron en el puerto de Cebú haciendo demostraciones de artillería, como le gustaba a Magallanes, para temor de los isleños. Su rey Humabón le exigió tributo, como hacían habitualmente las naves que allí arribaban, pero el orgulloso capitán español se negó y, con el argumento de que servía al rey más poderoso de la Tierra, acabó consiguiendo que fuera a él a quien el reyezuelo de Cebú acabase pagando tributo.

A partir de ahí, la existencia en Cebú resultó idílica para los españoles: grandes riquezas materiales, mujeres… Todo parecía ir bien, pero Magallanes se empeñó en una política de conversiones religiosas masivas al cristianismo (seguramente aceptadas por los locales, incluido su rey, para no enfadar a los poderosos guerreros, más que por creencia sincera). Eso creó tensiones, como también el creciente intervencionismo en los asuntos políticos isleños. Algunos de los reyes de las islas próximas se resistían a pagarle tributo y Magallanes ordenó una primera expedición de castigo a un reducto particularmente hostil, la isla de Mactán, donde quemó una aldea.

En ella había dos caciques enfrentados que se repartían el territorio y, urgido por uno de ellos, el capitán, deseoso de afirmar la autoridad española sobre las nuevas islas que había descubierto, decidió plantar batalla al otro, llamado Lapu Lapu. Los consejeros españoles más próximos intentaron disuadir a Magallanes, pero fue imposible. Este únicamente cedió en llevar menos efectivos –cuarenta y nueve hombres– y en ordenar a los barcos mantenerse alejados.

La artillería falla en combate

El optimismo sobre la superioridad española pronto se demostraría carente de base. Cuando desembarcaron en Mactán, con el mismo Magallanes al frente, se encontraron con un ejército de más de mil quinientos isleños, que les atacaron divididos en tres escuadras, por los flancos y frontalmente. Los mosquetes españoles resultaban poco eficaces ante tan gran número de guerreros, protegidos con escudos y en constante movimiento. Además, los mactaneses en seguida percibieron los puntos débiles de los españoles y, pertrechados con flechas, en lugar de dirigirlas a las armaduras, las lanzaron hacia las descubiertas piernas de los españoles. De esta forma, hirieron al propio Magallanes con una flecha de punta envenenada, que pronto lo debilitó. Con su superioridad numérica, los nativos rodearon a los atacantes y fueron acercándoseles. Un guerrero dio a Magallanes con una lanza en la frente y este le clavó su espada, pero no pudo volver a sacarla del cuerpo del enemigo. A merced de ellos, sin arma alguna, otro mactanés le hirió irremediablemente con un golpe de alfanje. Al final, el capitán general cayó en la playa y multitud de guerreros se precipitaron contra él para rematarlo. Así murió el gran Magallanes, junto a otros ocho de sus hombres: en una playa de una isla carente de importancia para su misión, a manos de las huestes de un reyezuelo del que la Historia nunca más volvería a tener una sola noticia. Pero los españoles que quedaban no abandonarían su objetivo.